sábado, 23 de noviembre de 2013

Hasta para esto que está pasando, Quevedo.

La estantería está llena de polvo y hay que limpiarla. No hay ganas. Pero, bueno, son cosas que hay que hacer. Se pasa el trapo. Las sonrisas reaparecen tras ese opaco paño semanal que, inexplicablemente, invade los espacios. Y, mira, ahí está. En esta, tenía un año y ya apuntaba maneras. Intentas recordar ese pantalón que quizás compraste entre el miedo y la ilusión. Y su manita cogida de la tuya. Pero no hay manera. El ensueño se resbala por el tobogán de los minutos pasados y no te deja aprehenderlo. Qué cosas. Intentas hacer la multiplicación de días, meses y años, partida por esas líneas divisorias que protegen una vida, la tuya. Pero te mareas. No hay manera de recordar lo que se vive. Cuando se está ahí, no se pone uno a pensar que años más tarde tendrá que limpiar el polvo, entre lágrimas, deteniendo tus dedos en una foto amarillenta.
Es noviembre. Casi final de noviembre. Y miras los muros de la casa tuya, si un tiempo fuertes, ya desmoronados. Observas cada rincón amancillado y no hallas cosa donde poner los ojos.
Este año no sonará el timbre y abrirás la puerta y entrará la vida.
Dicen las malas lenguas (aquellas que se empeñan en decir que nos inventamos que España se recupera, que hemos salido -casi- de la crisis, que tenemos un señor gobernándonos que es todo un héroe, que este héroe ha evitado que todo hubiera sido peor, que, pobrecito, qué él qué hace si la gente quiere irse a emprender por esos mundos de dios) que nuestro país perderá dos millones y medio de habitantes en el 2017. Y esta cifra sale de una media entre los que se van y los que no nacerán.
Es decir, entre los que son un fotograma en una repisa repleta de polvo que limpiará una madre en un futuro, mientras ayuda a hacer la maleta y se pregunta por qué estas navidades no tendrá la ilusión de poner la mesa, y aquellos que ni siquiera llegarán a serlo.
No sé qué es peor.
Yo, mientras, limpio. Lloro y limpio. Veo los muros de mi patria desmoronados. Y los de mi casa, también.
Y me juro a mi misma no ver anuncios en la tele este mes que entra.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Mitad

Esto de la vida es algo que, por mucho que nos empeñemos, no tiene traductor. Ya nos gustaría: escribir un pensamiento en el google y que, en el segundo siguiente, se nos llenara la pantalla con soluciones, inferencias, caminos que seguir y algún que otro anuncio de desodorantes o viajes paradisíacos.
Claro que cuando necesitamos esa ayuda, solemos estar en la mitad. Nunca es cuando nacemos. Bastante tenemos con acostumbrarnos a ese mundo al que hemos abierto los ojos. Y con comer, dormir, no tener dolores en el estómago, asir un juguete o contemplar una sonrisa sin saber que lo es. tenemos bastante. Cuando vamos a morir, ya esas cosas no nos importan. Es más, casi nos preguntamos cómo fue que alguna vez eso de ingerir alimentos, cerrar los ojos y no soñar o intentar hacerse un hueco entre líneas que se convirtieron en bocetos y luego en dibujos y luego en una realidad tridimensional, fue algo tan importante que al final se echa de menos mientras te mueres.
No. es en la mitad cuando no tienes respuestas.
Y fastidia, la verdad. Por eso se debieron de inventar palabras como niñez, adolescencia, juventud, madurez o vejez. Para que supiéramos siempre que eso que llamamos vida no es más que una especie de tela de araña que no lleva a ningún sitio.Y que no se elige.
Se eligen las mitades. 
Aunque quizás tampoco. 
Casi nunca podemos recordar el día en que decidimos seguir un rumbo o cambiarlo o hacer como si no hubiera existido nunca. O luchar o no hacerlo. O quedarnos a medias. O dejar que el destino nos llevara. O hacer del destino, suerte. O de la suerte, destino. O enviar unas flores o seguir llorando sobre la almohada. O cruzar una calle o esperar a que el semáforo se pusiera en verde. 
Pues eso, que lo de la mitad de la vida no tiene traductor. O te la tragas o la vomitas. 

viernes, 2 de agosto de 2013

El ser humano no es lo que parece

El campo semántico de la palabra "humano" está lleno de términos evocadores y casi cursis: inteligencia, sentimiento, capacidad, arte, amistad, amor... Pero, claro, los campos semánticos se fabrican a base trocitos de significado y, aunque no quieran, se llenan de aquello que los hace únicos, los diferencian de otros y los engloban. Un ser humano se define por esas cualidades tan de cuento de hadas, pero también por otras, cercanas a lo que consideramos inhumano: olvido, crueldad, egoísmo, avaricia, venganza.
¿Y cuál es la realidad? Lo que yo creo es que cada uno de los atributos, los considerados como nuestros y los que pensamos como ajenos o inhumanos, nos conforman y sustentan. Es más, que es la mezcla de ambos lo que hace que seamos personas, en cualquier lugar del mundo, en cualquier época de lo que llamamos historia.
Por eso, es tan humano haber contestado a una llamada mientras conducíamos un tren, que sucumbir a coger un dinero que no nos habíamos ganado. En los dos casos, estábamos poniendo en juego lo mejor y lo peor de nuestra racional condición. Pudimos, en el primer caso, no caer en la monotonía de lo previsible y los 79 muertos estarían vivos;  en el segundo, no tener que aguantar, después de haber conseguido gobernar, que nos pidieran que nos fuéramos.
Pero, en las dos tesituras, tuvo que haber un matiz que nos alejara de aquello que se supone nos humaniza. y nos acercara a lo que consideramos no humano Quizás, nuestra ancestral condición al instinto. Al fin y al cabo, la prehistoria abarca muchos más años que la historia y nuestros genes nadaban por ahí.  O tal vez, nuestra misma racionalidad nació de una especie de prepotencia el día en que fuimos más listos que nuestros congéneres porque nos los comimos y disfrutamos.
No lo sé. La verdad.
Lo que sí creo comprender, en estos últimos días de julio y primeros de agosto (esos que andan siempre entre si ir o venir) es que ni aquel que se distrajo un segundo ni ese señor que ahora nos gobierna después de, quizás, haberse dejado comprar, dejan de ser humanos.
Lo que pasa es que el ser humano no es lo que parece. Ni lo que llamamos humanidad tiene nada que ver con el sentimiento para con el otro. En ciertos casos.



sábado, 20 de julio de 2013

La falsa moneda

De vez en cuando me da por pensar. Vamos, pensar, pensar, lo hago siempre. En realidad, como soy humana, nunca puedo dejar de hacerlo. Aunque quisiera. Pero a veces mi mente se ejercita en intentar sacar conclusiones, inferencias y esas cosas que van más allá de la rutina reflexiva diaria. Y hoy ha sido uno de esos días.
Si de los papeles de Bárcenas se desprende que los señores del PP recibieron dinero para sus campañas y otras ocupaciones de otros señores que después se enriquecieron con contratos de la Administración, está claro que la democracia española es como la falsa moneda. En realidad, es una trampa en la que hemos caído. Desde el mismo momento en el que respiramos al tener claro que no habría una segunda guerra civil ,gracias a haber dejado que la tiranía muriera tranquila en una cama de hospital. Nos lo creímos y tan contentos. 
Pero, ¡ay!, caímos en la celada. En realidad, en estos casi cincuenta años nos han dejado que creyéramos que la democracia era verdadera, que votábamos y elegíamos, que decidíamos quién estaría al frente, a veces en el último minuto, después de bombardearnos con el ardid de los debates, los programas electorales, los mitines programados, las encuestas telefónicas y a pie de urna, la incertidumbre de no saber que pasaría en esas noches viendo la tele u oyendo la radio mientras radiografiaban nuestro sueño en gráficos que se acrecentaban o menguaban. 
Y al final, después de lo que vamos conociendo,  todo eso era la falsa moneda. 
Porque antes de esa mañana de domingo en la que dejábamos de hacer otras cosas para hacer hueco y dirigirnos a nuestro colegio electoral, con nuestro dni en el bolsillo, quizás de morros con nuestros padres, nuestra pareja o nuestros hijos, por no estar de acuerdo en qué maldita papeleta meter en la urna;  ya se había pagado nuestro voto. 
Pensar que detrás de ese mito del gobierno del pueblo, solo se esconde una especie de inversión de ciertas empresas en su futuro, pues, eso, da miedo y rabia. E impotencia. 
La democracia es una falsa moneda en la que algunos ilusos, yo incluida, creemos. 

viernes, 5 de julio de 2013

Egipto en julio

Reconozco que estos últimos días he intentado pasar. No he visto los telediarios. No he oído la radio. No he leído la prensa. Mis dedos, en el google, se han vuelto perezosos y solo se han permitido salir de la indolencia para buscar una receta de cocina con calabacín o un curso interesante, barato y algo frívolo sobre cómo llegar a narrar una historia, en siete pasos, y que sea un éxito. También he sido espectadora de la final de Masterchef.. Y en los escasos minutos en que me invadía la culpa, he navegado en busca de una oferta de trabajo que no fuera sin remuneración, para que mi hijo dejara de tener que volver a hacer la maleta y tener que comprar un billete a tierras lejanas. Así que, lo reconozco, he pasado de la crisis, de la corrupción, de la prima de riesgo y hasta de la ley Wert, con lo mucho que esta última me pone de los nervios.
Pero... esta mañana... cometí el error imperdonable de cambiar el dial mientras me esmeraba en sacar lo mejor de sí a un tomate que se resistía a un baño de aceite y albahaca. Y entonces... fue el final del verano. Escuché. Dejé el cuchillo sobre la tabla. Volví a escuchar. El presidente ni está detenido ni no lo está. Lo que ha pasado ni es un golpe de estado ni no lo es. El ejército ni se impone al pueblo ni no se impone. El pueblo ni reniega de lo que votó hace un año ni no lo hace.
Claro, ante tanta ambivalencia, una no puede inhibirse. Conseguí enterarme de que estaban hablando de Egipto y respiré. Por un momento había creído que se trataba de nuestro país y me dio una especie de palpitación creciente que hizo daño al pobre tomate. Pero no. No se había descubierto aún que España es el país en el que el señor que nos gobierna ni está ni no está;  en el que lo que se votó hace más de un año ni es un movimiento retrógrado ni no lo es; en el que los datos de desempleo y deshaucios que nos ahogan ni son buenos ni malos sino todo lo contrario. Estaban hablando de Egipto.
Me tranquilicé y conseguí laminar un ajo. Pero luego no tuve más remedio que olvidarme de decidir entre el vinagre de jerez y el de módena. Porque. la verdad,  me hizo pensar eso de escuchar a tanta gente como yo, con su verano añorado, relatando cómo está muy bien que se puedan quitar presidentes elegidos por medio, otra vez, de la virtualidad de las armas. Cómo está todo justificado, en aras de intentar alejarse de otro mal mayor, ese que parecen haber vislumbrado ahora porque no se habían dado cuenta de que lo único que pretendía era hacer valer una ideología. 
Y transpuse.  Estoy un poco liada.
Esto de la política  - da igual el país, la religión y la raza; el sexo, no, porque todavía no hemos podido las mujeres demostrarlo - parece ser siempre igual. Los egipcios, sin embargo, han demostrado que donde ponen reyes, los quitan. Solo han estado unos días acampados y pidiendo una dimisión. Y no la han conseguido pero sí han logrado quitarse del medio al que no querían,  Los europeos, con lo que nos está cayendo, tomamos las calles llamando mentirosos a nuestros dirigentes, implorando que se vayan aunque les hayamos votado, protestando contra sus leyes arbitraria... y solo hemos conseguido declaraciones sin preguntas, promesas estériles y alguna que otra bronca por haber sido tan manirrotos. 
Mientras emplataba la ensalada, casi envidié al pueblo egipcio, pero luego - esto ya sin escuchar-  pensé que si occidente, con EEUU a la cabeza, decía que esto no es un golpe de estado, es que Egipto debe esconder entre sus pirámides el chocolate del loro.
 Y después de tanto cinismo, tiré la radio por la ventana y conseguí presentar un primer plato decente.
Quizás solo me queda eso. 


domingo, 9 de junio de 2013

Retrospección

Tener más de cincuenta años en este país significa muchas cosas. De explicarlo se encargan, cada cierto tiempo, los sociólogos, los expertos en pensiones y los publicistas. Estos, menos. Total, las tendencias de los que han vivido un cierto tiempo, más del que les queda por respirar, no vende mucho. O vende lo justo. Sin superávit. 
Me ha venido a la mente este concepto mientras escuchaba en la radio hablar de la última parida del ministro Wert.
Los de más cincuenta estamos, en realidad, en un continuo flashbak más un poco de flasflorward, salpimentado con un poco de in media res.
Algunos de nosotros nos licenciamos. La mayoría lo hizo contando con el dinero de papá y mamá. Son los que nos gobiernan ahora. Un tanto por ciento -no tengo el dato pero me gustaría- lo hizo agarrándose al clavo ardiendo de las becas. Sin estadísticas, lo que sí puedo decir que ese dinero (que, por cierto, salía de los salarios de nuestros padres, como ahora) era escaso y tardío. Tanto que, cuando llegaba, en los pisos de estudiantes se hacía una fiesta y se comía jamón.
Se ve que el ministro Wert tuvo que ser de los nuestros. Sí, se ve que debió ser de los que perdían el sueño pensando que no lo conseguirían. Debió nacer en "el seno de" una familia obrera en un barrio de esos en los que la mayoría de los chicos dejaba de estudiar con doce años y en los que los que se atrevían a hacerlo, lo hacían en institutos públicos, después de pasar una cruel reválida, condenar a sus padres a malvivir y  tras sentirse culpables por ser el elegido mientras sus hermanos se preguntaban que por qué era él el listo.
Debió ser de los nuestros, Y nuestro presidente, también. Ninguno de los dos debió nacer en familias acomodadas, ni estudiar en colegios privados, ni crecer rodeados de asideros a los que agarrarse cuando salieran de la Universidad. Los dos han llegado a lo que son sin una élite que los arropara.
Por eso, quieren, desean, legislan, que nuestros nietos pasen por lo que ellos pasaron. Que hinquen codos, que sean los más inteligentes, que sean capaces de desclasarse sin ayuda del Estado. Como ellos. Que nunca han tenido ayuda de nadie. Pobrecitos. Que no vienen de una élite.
Pero, claro, con tanto mareo que tenemos con el tiempo los de más de cincuenta años, los conocemos a todos. A ellos también. Y sabemos que las becas siguen siendo, para los de su clase, la puerta falsa por la que entran los que pueden hacerlos desaparecer.
Por eso quieren quitarlas.
Nos han permitido unos años creernos como ellos. Pero hasta aquí hemos llegado. Y... ¡no faltaba más!

domingo, 2 de junio de 2013

Los invitados

Las visitas no son siempre bien recibidas. Aunque anuncien su llegada con tiempo y te permitan preparar la casa, hacerte el cuerpo y barrer debajo de las alfombras. Hay veces que esa llamada del primo lejano que decide darse una vuelta y ver cómo te va la vida, produce una zozobra que te impide dormir antes y después del reencuentro.Sientes tu mundo invadido.
Y no te digo más si esa notificada presencia tiene como objetivo pedirte el saldo de la cartilla, las facturas de tus compras, la razón de tu inversión en la pintura de la casa o en una televisión de plasma o incluso conocer las veces que has tenido que acudir al médico en los últimos años.
Y es que ese primo lejano, que te mandó un obsequio envenenado el día de tu boda, años después regresa, vestido de avanzadilla comunitaria a recobrar su generosa donación..
Como buena visita, se hace con la mejor cama y la mejor porción de carne. Pero no espera a que le ofrezcas tu hospitalidad sino que se hace con la llave de tu casa. Ahora puede entrar y salir cuando desee. Ahora puede decirte dónde gastar y hasta se permite el lujo de dar consejos.
Invade amablemente tu salón, duerme en tu cama y decide el menú diario. Por un momento, piensas que solo tienes que armarte de valor y señalarle, con tu mejor sonrisa, la puerta, aunque después tengas que escuchar a tu pareja recriminarte esa actitud tan poco generosa con la familia. Pero pronto te das cuenta de que ya ni siquiera eres dueño de esos mezquinos sentimientos.
El primo lejano sonríe y se va. Ya no es un invitado. En realidad, nunca lo ha sido. Siempre estuvo agazapado, esperando.










sábado, 25 de mayo de 2013

Maldito mayo

Sobresalta. Escuchar en poco más de un día, deshojados, cuatro nombres, sobresalta. Primero el titular, después el detalle de la entradilla. Lugar, edad, instrumento, antecedentes. Sobresaltan. 
Es mayo y primavera. El amor, dicen, florece en cada esquina. Las miradas se buscan. Las yemas de los dedos se acarician. Se hacen promesas. Ya sé que es una cursilada. Un ripio. La floritura de poetas que no saben llegar a la esencia. Y sin embargo, prefiero esas palabras adornadas de tópicos a la realidad que este mayo, extraño y lluvioso, ha decidido desnudar.
El amor mata. Y mata cada pocos segundos. De diferentes formas y en distintos lugares. Se viste el amor de amor y mata.
Esta semana nuestra vista ha quedado cuatro veces fija en la pared. En la primera, hemos pensado en cuánto tiempo hacía que no oíamos hablar de una mujer asesinada. En la segunda, horas después, en qué causalidad que se den dos muertes tan sucesivas. En la tercera y la cuarta, la piel se ha sobresaltado.
Mayo es el mes del amor. Pero, ¿qué ocurre cuando las parejas, saltándose las leyes matemáticas, ya no son dos, sino dos más el miedo? ¿Cuando los ojos no se encuentran salvo en el odio? ¿Cuando las yemas no acarician sino matan? Pues que quizás todo fue una entelequia. La entrega que el asesino fingió sentir ante la víctima , mientras ponía su mano en su cintura, era el preámbulo de una tortura. Su solícita atención, el prólogo de las cadenas que iban a asfixiarla durante años antes de decidir que era el momento de dejar de jugar con ella. Aquel ramo de margaritas que entregó simulando ser el amante entregado. el anticipo de los crisantemos que poblarían su tumba.
Maldito mayo. Cuatro nombres de los que solo sabremos que fueron mujeres que amaron. Que no fueron amadas. Que soñaron con ser amadas. Que quizás, alguna noche, se despertaron renegando del amor. Del falso amor de una sociedad que impone una sentencia de muerte. La de aquella que ha inventado los mayos para enmascarar el mando de aquellos que nos echan de las casas, de los que solo van a permitir que se eduquen los suyos, de los que piensan que la riqueza es suya y todo está permitido, de los que creen que existe un libro en el que la supremacía del hombre sobre la mujer ha sido otorgada por el poder de un dios. 
Sobresalta. Esta semana. Hasta que se nos olvide otra vez.


viernes, 17 de mayo de 2013

La lentitud

Últimamente tengo la sensación de que el mundo se ha detenido. Ya sé que parece una incoherencia por mi parte, después de haber escrito hace poco sobre ese minuto que cambia la vida. No lo es tanto. La lentitud tiene su razón de ser en la espera de que ocurra algo en un instante concreto; por eso la sentimos como tal y nos exasperamos con ella. Porque nos introduce en un universo de monotonía del que no se puede escapar.
Así veo yo ahora todo lo que me rodea, incluido el país en el que vivimos. Lento. Rutinario. No hay noticia que nos salve de esto.Miento. Parece que los titulares se hubieran confabulado para hacerlo. Un día son los deshaucios, otro el número hiperbólico de parados, un tercero un nuevo corrupto imputado (o no) y un cuarto, el triunfo del catolicismo, una vez más, sobre la ciencia y la cultura. Pero me quedo fría ante ellos. Sé que mañana, cuando me levante, volveré a oír lo mismo y que nada se habrá alterado. Ni siquiera un milímetro.
Seguiremos esperando a que esta primavera fría y lluviosa traiga el sol. A que no nos caiga la losa de un despido, después de haber prestado nuestra piel a aquellos que solo tienen que demostrar que no van a ser tan ricos el próximo año, para recibir un adiós seco y estéril; a que las cuatro paredes que nos protegen de nosotros mismos no queden vacías; a que nuestros hijos no deban recibir, por imposición de una mayoría absoluta, una educación anacrónica y triste, como la que recibieron nuestros padres (el que pudo).
Pero no pasará nada. La lentitud ha echado raíces en esta España y en esta Europa. Y lo peor de todo es que nosotros la estamos regando.

sábado, 4 de mayo de 2013

Lenguaje y escarches

Que detrás de cada político o política hay un periodista o todo un gabinete de comunicación ejerciendo de negro, lo sabemos desde hace mucho tiempo. Que unos lo hacen con más acierto que otros, también. Ya saben, la leyenda urbana, veraz o no, de que todo el que tiene un cargo o una ventana al mundo dentro del PP, desayuna cada día con las instrucciones verbales que se preparan en las cocinas de aquellos que sí dominan el lenguaje. Los de Izquierda Unida tienen consignas. Y los de PSOE ni se sabe, aunque el que tuvo, retuvo.
Pero a mí me maravilla últimamente la capacidad de ese poder a la sombra. En realidad, lo admiro. Domina la norma y los registros; adereza esa capacidad lingüística con un poco de sabiduría sociológica y un tanto de antropología de andar por casa. Y le sale el guiso. No necesita ni una pizca de sal más de la que tenga el replicante de turno, si es que está dotado o dotada de otras virtudes que no sean las de aprenderse el guión y transmitirlo. Cuando ocurre esto, caso de aquellos que casi caminan y hablan por sí solos, estamos ya ante un triunfo de estrella michelín. 
Y leo, y oigo, y veo a este nuevo poder. Tergiversa los significados hasta hacerlos sombra de lo que fueron. Inventa campos semánticos imposibles. No tiene ningún pudor en fabricar metáforas, metonimias e hipérboles aquí y allá convirtiendo la desviación del lenguaje en una verdad universal. Como si lo que Jakokson hubiera estado elucubrando a principios del siglo XX fuera agua de borrajas. Pobre Roman. Si hubiera sabido que la estética de un idioma serviría para doblegar voluntades, no se hubiera puesto.
Y toda esta parrafada para protestar por las analogías. No se puede, o no se debería poder, comparar, por medio de nuestro idioma (aunque la secuencia de fonemas lo permita) un acto tan sencillo como es el de ponerse ante la casa del que te está haciendo imposible la vida, con actos y obras de los que se dedicaron a legitimar que hay seres humanos inferiores a los que hay que exterminar. Entre otras cosas porque para idear una analogía que se precie, la razón debe hacer algo. Y en este caso, no lo hace. Ni siquiera pasaba por ahí.
Pero no importa. 
Por eso, el día en que esto cambie y no necesitemos que nos digan más a dónde ir o de dónde venir, lo primero que tendremos que hacer es buscar a un periodista o a un  poeta que vuelva a nombrar las cosas por su nombre o que, si le da por simbolizar el mundo, lo haga poniendo su firma. 

jueves, 2 de mayo de 2013

Mundo detenido

Me he dado cuenta esta semana de que estaba equivocada. Siempre pensé que el lenguaje verbal era lo que nos hacía humanos. No solo por que fuera mi mundo. Lo creía de verdad. Somos humanos porque hablamos, hablamos porque pensamos y quizás, pensamos porque sentimos más allá de lo primario. Pero, no, mi universo es falso. En realidad, somos cifras. Solo eso.
Cuando nacemos ya nos reducen a un número. En centímetros, en gramos. Vemos la luz y no nos nombran. Solo somos un varón o una hembra que midió tanto y pesó cuanto. Tenemos que esperar un tiempo a que aquellos que nos engendran se pongan de acuerdo en llamarnos, o a que nos miren a los ojos y se reconforten con el conjunto de letras que imaginaron nos designaría, para ser únicos o casi, entre nuestros congéneres. Mientras tanto, anónimos, nos presentamos ante la sociedad con unas simples medidas.
Y crecemos, ya con nombre. Pero aún así nos siguen reduciendo a números. La edad, las notas del colegio, los amigos y seguidores en las redes sociales, la talla de la ropa, el año de graduación o aquel en el que dejamos el colegio, el móvil que siempre llevamos encima, las veces que hemos llorado o reído. Y ahora, la cifra de aquellos expulsados de la rutina de una vida laboral. De aquellos que tienen su mundo detenido.
Son seis millones doscientos dos mil setecientos. Parece ser que exactamente esos. Ni uno más ni uno menos. Un guarismo de siete componentes. Entero. Rotundo. Sin nombres detrás. Y sin embargo, un porcentaje que nos humaniza más que un grito, más que una carcajada. Nos diferencia del resto de seres vivientes. Y nos distancia de ellos.
Más de seis millones de mundos detenidos.Sin posibilidad de avanzar. Ni de ser otra cosa que una cifra. Sin esperanza de que sus compañeros de manada los socorran. Condenados a no hacer nada, salvo esperar.

viernes, 26 de abril de 2013

Estar hecho

En estas dos semanas he tenido que releer, por imposición laboral, dos obras. Una, el Lazarillo, es bastante popular. Hasta en los anuncios. Todo el mundo - incluso aquellos que no tienen ni idea de que la anécdota del ciego no es tal anécdota sino una serie de palabras escritas hace cinco siglos por alguien que vio, pensó y transmitió lo que veía- conoce la estampa del niño que tiene hambre e intenta comer mientras un señor se lo impide mediante lecciones conductistas, tipo de las de si haces esto, te pasará lo otro.
El otro, Luces de Bohemia, no es ni conocido ni sale en televisión. Lo escribió un señor un tanto extraño que  vivió en Méjico, estuvo en la cárcel, eligió una estrafalaria manera de mostrarse a los demás y donó a aquellos que nacimos después, una forma de ver lo que nos rodea unida a un adjetivo universal: esperpéntica. Y que significó el apelativo: dícese de aquello que, pasado por un reflejo especial, te devuelve lo que eres en realidad: un ente grotesco.  Aunque no lo sepas.
Entre las dos lecturas se han vivido cuatro siglos. Cuatrocientos años. No soy capaz de contar cuántos meses. días, horas y minutos. Del autor de uno, no tenemos ni idea. Del otro, sabemos que malvivió, sin predecir que pasaría a los libros de texto (¿Y eso?, diría)
Pero los dos anticiparon. O quizá no tanto. El hambre debió existir desde que somos. La apariencia en un espejo cóncavo casi también. Aunque acaso para esta vuelta de tuerca haya hecho falta avanzar en la física y en la óptica.Al fin y al cabo, alguna evolución en cuatrocientos años ha existido.
Después de leer estas dos obras, en esta semana el mundo se me ha puesto del revés. Con una muerte. Ya sé que hay muchas cada segundo. Pero la diferencia está en que mientras yo releía por imperativo curricular, un chaval de ojos azules que había pasado por mi lado sin hacer ruido, acaso un poquito, solo lo justo para saber quién fue y dónde lo pusimos, se ha ido. Y leyó el Lazarillo. No Luces de Bohemia, porque no le dio tiempo. Quizás había pensado en que el curso que viene tendría que hacerlo mientras que yo le apretaba las tuercas con esas vueltas que hacen los profesores de segundo de bachillerato. Nunca podré saberlo.
Conoció a Lázaro pero nunca leerá las palabras de Max Estrella. Ni de Don Latino.
Supo de las palabras sin padre conocido y no de las de Don Ramón.
Tampoco sabrá si la Facultad que hubiera elegido le traería la tranquilidad de no tener que mirar a su espalda nunca más. La de ser él mismo.
La de pensar que su estancia en estas cuatro paredes fueron el principio de una vida nueva.
Pero seguramente, de lo que estaba cierto era de que este siglo que le había tocado vivir no le iba a dar ninguna oportunidad en un país que se nos desmorona. Que estaba más cerca de ser un Lázaro sin honra con estómago lleno o de un Max traicionado,  que de  convertirse en el españolito que no ha de guardarse de ninguna de las dos españas que, por fin, no le helaría el corazón.
O quizás no pensara nada de esto.

domingo, 7 de abril de 2013

Lo nuestro es pasar



Leo que ya no estamos contentos con nuestro jefe de estado. Lo dicen las estadísticas. Podían haber sido un poco más listos. El silencio de nuestros adolescentes cuando se habla de la monarquía lo venía anticipando desde hace años. Llevan mucho tiempo sin saber quién es ese señor que les felicita la Navidad todos los diciembres. Tampoco saben de dónde ha salido ni a dónde va, salvo que los programas del corazón digan algo sobre su desliz cazando elefantes o sobre que sea abuelo, sus hijas se divorcien o su nuera luzca un nuevo modelito. Que no tienen ni idea. Como tampoco saben, ni les importa (no sale en el facebook, ni en el twitter ni en el whatsapp) qué diferencia hay entre tener un monarca como jefe virtual o un presidente de República. ¿Pero es que eso existe, se preguntan, mientras intentan recordar quién les gobierna?
La cosa está así. Los de treinta nacieron en un época en la que sus padres todavía recordaban que antes había otra cosa y que tuvieron que luchar por hablar más de la cuenta. Los de cuarenta eran adolescentes mientras mamaban un especie de éxtasis de libertad nunca soñado por aquellos que habían pensado que mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Los de cincuenta, bastante tenían con vivir el sueño deseado de aquellos que habían vivido bajo el yugo. Pero los de veinte y los de diez... esos vieron su luz en un país que había olvidado.
Bendito olvido. 
Por eso, ahora, con una crisis que nos inunda, que va llegando poco a poco al quicio de la puerta, que se olvida de lo que habíamos conseguido durante cuarenta años, que no sabe de guerras trasnochadas ni otras milongas, que ha tenido el único beneficio de saber que el pasado es eso, pasado, es lógico constatar que a las nuevas generaciones, las que están dentro y las que han tenido que irse, les importe un comino un señor que fue algo en su tiempo ( ¿y qué hizo, de dónde viene, a dónde va?) y que, encima, no se puede elegir. Como se elige todo. Vas a un supermercado y lo único que te impide la opción es el precio. Quieres comprar un móvil y te mareas entre operadores ávidos de poseerte y lo que te hace elegir es la prestación que te permita comunicarte de forma más rápida y con más aplicaciones. 
Y este señor, ¿qué ofrece? Un pasado en el que prefirió no ponerse bajo el mando de los que habían decidido volver a las trincheras. Luego, se ha pasado casi cincuenta años viviendo de las rentas.
Vivir de eso es difícil pero no imposible.
Nuestros niños lo saben. Pero, para ese viaje, mejor uno que no nos felicite las pascuas pero que podamos saber quién es y de qué pie cojea. Y que, si se va a cazar elefantes como si nada, le digamos: "hasta aquí has llegado y el marfil no es santo de nuestra devoción, ni tu mirada a otro lado mientras tus vástagos esquían, compran inmuebles imposibles o se convierten en portada del papel cuché o de los diarios informativos, depende de que los jueces se lo tomen en serio"
Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Hasta don Antonio Machado le hubiera aconsejado, como hizo a su bisabuelo: mejor, un barquito y a vivir de las rentas. Que los Reyes siempre tienen un lugar donde vivir. Y sin deshaucios. 



jueves, 28 de febrero de 2013

El minuto


La vida puede cambiar en un minuto. Literalmente. Nada de conjeturas. De hecho, lo único cierto es que todas las vidas metamorfosean en un minuto. O en dos, siendo más optimistas. Es cierto que parece que no, sobre todo en los últimos años en los que todo va lento: la recuperación de la crisis, los juicios a los corruptos, el movimiento de la cola de los que van a buscar trabajo, los requerimientos antes de perder el suelo en el que vives. Pero es mentira. Literalmente mentira. La gente, la gente que se levanta por la mañana y ve su cara en el espejo y se arregla el pelo o el bigote, que toma un café mirando una ventana, que llega a la parada del autobús o coge el coche, que mira fijamente el televisor, o que ríe o grita, , no sabe qué ocurrirá en el minuto siguiente. Ni siquiera los poderosos. Esos que creen que el mundo se mantiene bajo sus pies y que nada les va a hacer tambalear mientras dictan leyes injustas y llenan sus bolsillos de dinero que no es suyo.
Todos verán cómo todo cambia en un minuto. Y no podrán hacer nada por evitarlo.
Esta mañana llegué a mi clase y todos los alumnos estaban llorando. Había ocurrido. La vida de uno de ellos había cambiado en un minuto. Mientras veía el Barça - Madrid, mientras recorría en su mente un 28 de febrero como los cuatro anteriores, con una juerga interminable y una resaca de historia.
Sonó el teléfono.
El martes, mientras volvía, vi cómo un cartel había desaparecido. Ya no existía el sitio en el que compré mi coche.
También debió sonar el teléfono.
Podríamos pensar que no existen los teléfonos.
Pero existen.
Mientras vamos apurando los segundos de nuestra existencia, nunca pensamos que sean los últimos antes de.
Pero lo son.
Espero que sean también los postreros de aquellos que nos hicieron creer en el carpe diem, sin desvelarnos que existe un tempus fugit del que solo ellos tienen los hilos.
Malditos hilos.
Pero para ellos, para los que los sostienen, también la vida cambiará en un minuto.

domingo, 20 de enero de 2013

Kilómetros

Un kilómetro es un kilómetro. Vamos, que no es más que una medida que hemos inventado para intentar cuadricular nuestro espacio. Al menos el espacio que somos capaces de pensar, porque seguramente existen otros, en algún lugar, que escapan a nuestra mente.
Yo conduzco dieciocho para ir a trabajar. También ando seis dos veces a la semana. A ochocientos y pico están las sonrisas que me hacen vivir y a ocho mil quinientos sesenta y nueve, alguien que salió de mí y que ahora ve otro mundo y siente de otra manera.
A través de él, yo también vislumbro otras cosas.
Sin embargo, sigo recorriendo mi casa como una loca lorquiana;  esta casa, que no llega ni a una centésima parte de lo que es la distancia que nos separa. Mi casa que fue la suya y que veo ahora tan extensa como si el salón fuera el estrecho y el patio media África con sus macetitas.
Pero ahora, los kilómetros se han encontrado con su mentirosa esencia.  Todo está a un click de ratón:  poder mirar a los ojos al que se ha ido;  transmitir un sentimiento o una idea; cantar una nana y enviarla para que se escuche en cualquier lugar del mundo; compartir un momento con aquellos que te observan.
Nos hemos cargado los kilómetros y los metros, los segundos y las horas. Si Kant levantara la cabeza, tendría que reescribir su Crítica de la razón pura línea a línea. O quemarla. Él, que andaba siempre preocupado por las normas de un mundo que ya no existe.
Y menos mal. Porque si al dolor de echar a esta juventud,¡tan preparada!, de su nido, tuviéramos que añadir unas medidas veraces, como hace no más de veinte años, la mitad de las madres de España también habríamos salido corriendo detrás de nuestros hijos e hijas.
Pero no, un kilómetro ya no es lo que era. Y nuestro país tampoco.

domingo, 13 de enero de 2013

Eneros

Los eneros tienen mala fama. Siempre llegan después del mes lleno de lágrima fácil y de reencuentros. Son casi los malditos del calendario. A partir de ellos, siempre se espera a la primavera, a la resurrección, a la huida hacia adelante. Ellos quedan entre dos aguas, como colgados, como el que no sabe si ir o venir, como el que no encuentra su nido y su historia y ni los busca. Claro que pueden presumir de algún que otro festejo. Un cumpleaños. Una boda imprevista. Una muerte prematura.
Pero siempre les ganan los febreros. Tan cortitos, tan volubles, que si un año 28, que si otro 29. Ellos, los eneros, son de otra casta. Con sus treinta y uno. Menos una semana que siempre le quitan los diciembres. tan voraces.
Ellos, los eneros, son famosos por las rebajas y por la vuelta al cole. Dos cosas que a nadie compensa de haber tenido que despedirse de tanto amor y comida copiosa, de tanta vuelta a casa y tanta despedida. De tanto esperar para que, luego, todo vuelva, en enero, a ser tan soso.
Entre los diciembres y los febreros, enero es un mes a olvidar.
Casi siempre.
No este enero.
No en este año.
Yo siempre recordaré este enero. Y les pido perdón por no haberlo hecho antes.
Si lo pienso, en los eneros casi siempre me ha pasado algo.
Algo ha cambiado. Algo se ha mudado de piel.
Hasta este blog. cambiará este enero.