jueves, 2 de mayo de 2013

Mundo detenido

Me he dado cuenta esta semana de que estaba equivocada. Siempre pensé que el lenguaje verbal era lo que nos hacía humanos. No solo por que fuera mi mundo. Lo creía de verdad. Somos humanos porque hablamos, hablamos porque pensamos y quizás, pensamos porque sentimos más allá de lo primario. Pero, no, mi universo es falso. En realidad, somos cifras. Solo eso.
Cuando nacemos ya nos reducen a un número. En centímetros, en gramos. Vemos la luz y no nos nombran. Solo somos un varón o una hembra que midió tanto y pesó cuanto. Tenemos que esperar un tiempo a que aquellos que nos engendran se pongan de acuerdo en llamarnos, o a que nos miren a los ojos y se reconforten con el conjunto de letras que imaginaron nos designaría, para ser únicos o casi, entre nuestros congéneres. Mientras tanto, anónimos, nos presentamos ante la sociedad con unas simples medidas.
Y crecemos, ya con nombre. Pero aún así nos siguen reduciendo a números. La edad, las notas del colegio, los amigos y seguidores en las redes sociales, la talla de la ropa, el año de graduación o aquel en el que dejamos el colegio, el móvil que siempre llevamos encima, las veces que hemos llorado o reído. Y ahora, la cifra de aquellos expulsados de la rutina de una vida laboral. De aquellos que tienen su mundo detenido.
Son seis millones doscientos dos mil setecientos. Parece ser que exactamente esos. Ni uno más ni uno menos. Un guarismo de siete componentes. Entero. Rotundo. Sin nombres detrás. Y sin embargo, un porcentaje que nos humaniza más que un grito, más que una carcajada. Nos diferencia del resto de seres vivientes. Y nos distancia de ellos.
Más de seis millones de mundos detenidos.Sin posibilidad de avanzar. Ni de ser otra cosa que una cifra. Sin esperanza de que sus compañeros de manada los socorran. Condenados a no hacer nada, salvo esperar.

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