domingo, 29 de julio de 2012

Quevedo, Baroja y otros escritorcillos


Como esto no hay quien lo entienda, he echado la vista atrás. Más que nada por comprobar que no todo tiempo pasado fue mejor y que lo que vivimos, ya lo vivieron otros. España. Rebuscando en mi memoria me acordé primero del soneto de Quevedo, aquel que comenzaba así: Miré los muros de la patria mía,  / si un tiempo fuertes ya desmoronados. Y flipé. Claro que, Don Francisco se refería al siglo XVII, cuando nuestro país estaba comenzando a no creerse lo que se creía cien años antes. 
Ahora, en el siglo XXI, hemos tardado tan solo cuatro en desvendarnos. 
Minutos más tarde, puse mi memoria en don Pío. El árbol de la Ciencia debería ser un libro de culto en estos días. Sencillo, sin subordinadas, simplemente diez palabras, como ahora en el Twitter o en los estados del Facebook. Solo diez palabras para poner la nación boca abajo. Pasa revista a todo, lo público y  lo privado. La política, los políticos, la Iglesia, los ricos, los pobres, los intelectuales, los científicos, la enseñanza, la sanidad; el amor, la amistad, la muerte, las relaciones familiares. Todo cae bajo la mirada de Andrés Hurtado. Los dos, Quevedo y Baroja, parecen confabulados para ser precursores de una realidad que ahora nos envuelve y nos ahoga. A nosotros, los españoles.
Sí, a los que seguimos pensando que esto que está pasando no nos lo merecemos. Que la culpa la tienen otros. Que somos buenísimos en arte y deporte. Que se fastidien aquellos que podrán asfixiarnos a base de intereses, pero que no poseen el sol, los toros, las playas, las mujeres hermosas, el dolce far niente. La desidia, la abulia.
Marea un poco comprobar que hemos olvidado, siglos después, las conclusiones a las que habían llegado nuestros antepasados. Que tenemos los gobernantes que nos merecemos. Los que permitimos. Los de siempre. No tuvimos revolución burguesa porque los burgueses estaban demasiado ocupados en enriquecerse mientras cerraban los ojos ante el inmovilismo, la Iglesia, la Monarquía, los poderes establecidos. Nos acomodamos mientras permitíamos que el pueblo fuera analfabeto, que fuera mísero, que se crearan puestos de trabajo efímeros, que se creyera, el pueblo, que sus hijos podían ser más de lo que ellos eran. 
Hasta que despertó, el pueblo, y volvió a encontrarse con las paredes destruidas.
Andrés Hurtado se suicidó cuando se dio cuenta de que había vivido una mentira. Un espejismo. 
Los sonetos de Quevedo suelen terminar con una apelación a la vejez y a la muerte. 
Hasta don Antonio Machado, tan optimista, nos recuerda que al españolito que viene al mundo, le guarde Dios, porque una de las dos Españas ha de helarle el corazón.
Y no hablo de fútbol. Ni de las Olimpiadas. Ni siquiera de la prima de riesgo.

domingo, 15 de julio de 2012

Títulos


Desde que escribo, y de eso hace unas cuantas décadas, siempre he sabido, aunque no recuerdo muy bien cómo, que el título es siempre lo primero. De una novela, de un artículo. Quizás no de un poema, porque estos pueden ir por libre. Se les cita por el primer verso y basta. No necesitan nada más. Para eso son poemas. El yo que se sale de los poros. Se les permite todo. Incluso la incoherencia. Se pueden llamar “Sonatina” y hablar del tedio que te lleva a la tristeza. O “Eternidades” y referirse a la creación. Nunca me he preocupado de ponerle nombre a mi poesía. Sonaba bien y punto. Con las canciones ocurre un poco lo mismo. Pueden llamarse “On the corner” y hablar de la pobreza de unos niños que tocan para subsistir. También aquí, en la música, las palabras no quieren ser encorsetadas bajo un título.
Pero, cuando se trata no de desnudarse en primera persona, sino en tercera; cuando lo importante es lo que está pasando fuera, narrar,  opinar,  interpretar, los títulos son lo más importante. Uno bueno te puede llevar a que muchos ojos se detengan en lo que viene después. Uno malo o anodino, a que nadie piense en perder su tiempo en las líneas que lo siguen. Por eso hemos inventado nuevos medios de comunicación que hacen de los títulos una especie de altar: twitter, facebook, diarios digitales. Todos queremos dejar nuestra impronta en un estado, en un comentario, en un tweet. En pocos caracteres. Como en un título. Y, además, no hace falta censura para evitar que nuestro yo se haga dueño de las palabras. Simplemente no nos dejan escribir más. Nos anulan la comunicación. Nos obligan a la tercera persona y a la oración enunciativa. A lo sumo, nos permiten un signo, un pequeño signo, de interrogación o exclamación, para deshogarnos un poquito. Solo un poquito.
Pues bien, hoy no me sale un titular. Y eso que quiero escribir un texto argumentativo sobre lo que está pasando. No sobre lo que siento que nos está pasando. Querría ser lo más objetiva posible. Sin sensacionalismos ni anécdotas. Contemplar la realidad y plasmarla. Solo eso. El miércoles, el Presidente de un país en bancarrota explicó a su Parlamento lo que iba a hacer para evitarla. El viernes lo ratificó mediante decreto. El sábado clausuró una reunión con su partido antes de tiempo y les dijo a los suyos que no se avergonzaran de lo que había dicho el miércoles y había firmado el viernes. El domingo, la Presidenta del país que había ordenado que se hiciera lo que el Presidente de la nación arruinada dijo que iba a hacer, informó de que no había más cuerda que tensar en el suyo pero que todo era por el bien de Europa. Durante esos días, algunos ciudadanos del país arruinado salieron a la calle, un poco molestos. El Presidente los comprendió pero recriminó su poco entendimiento de la situación. El lunes siguiente volvió a subir la prima de riesgo de la nación en números rojos, mientras los que habían propiciado el callejón sin salida de los recortes en los sueldos, en el desempleo, en los créditos, en las aulas y en los hospitales, recibían su compensación para no desaparecer.
Eso, que no me sale un título. Quizás porque no existe o porque lo que nos está tocando vivir no puede ser resumido en menos de diez palabras y sin verbos.

martes, 10 de julio de 2012

Felicidad pasajera. Depresión profunda.






La depresión maniata mucho más cuando no la reconocemos. Somos más que una simple ventana.










Debe ser muy deprimente vivir en una depresión. Ya, ya sé que es una falta grave de narrativa juntar dos palabras de la misma raíz en una misma oración. Pero qué importa. En la depresión no importa el orden de las palabras, ni si hace frío o calor, sol o noche. Yo nunca tuve una personal. Siento más bien una colectiva. Pero he leído relatos de aquellos que la atravesaron. He incluso conversado con personas que la sintieron. Y siempre he llegado a la misma conclusión: debe ser muy extraño estar en vida con ganas de morir. Casi antinatural.

Los edificios siguen estando. Una ventana joven y bien constituida, ubicada en la calle central de una ciudad ve pasar amores, desencuentros, flechazos, acuerdos económicos, rabietas, infidelidades. Ve pasar personas como si la vida no fuera con ella. Colocada en la arteria más callejeada de la urbe, no hace otra cosa que permanecer petrificada. No tiene capacidad de movimiento ni lo pretende. Vive en la más absoluta depresión. La que no te deja involucrarte en lo que te ocurre alrededor. La generación a la que llaman perdida comienza a situarse como esa ventana. Sin respuesta y sin ánimo de responder. Los primeros gritos, que fueron feroces y contra el sistema en general, comienzan a apagarse. En una sociedad con millones de canales de información y conductos por los que expresarse, comenzamos a pensar que nuestra voz nunca será oída. Observamos como un espejismo  cuando un grupo de personas es capaz de caminar por medio país para hacer una propuesta que tenga altavoz en los medios de comunicación. La realidad nos supera porque nunca estuvimos preparados para ella. De repente nuestro ministro de economía pierde funciones. De pronto nuestro banco estatal pasa a ser vigilado. O lo que pueda venir. Pero permanecemos impasibles. Porque no sabemos qué hacer ya. Estamos deprimidos económica y anímicamente. Las monedas no tienen ojos y boca, pero la generación perdida sí. Y sueños.

¿Y qué es lo peor de esta depresión? Que tiene momentos felices. Porque no pasamos hambre. Salimos de fiesta. Besamos a unos y a otras. Nos tomamos una copa con el amigo de toda la vida. Nos drogamos, hacemos locuras y acabamos volviendo a casa a las 8 de la mañana, tras un día entero de fiesta, para el regocijo del vecino empresario y el alimento de su pensamiento de que los jóvenes no trabajan porque no quieren. Y pasa un día, y otro, y la herida se va haciendo mayor. Nos vamos desangrando lentamente. La generación perdida ya no lo es porque la pierda el país. Es porque nosotros mismos estamos perdidos. Y comprobamos además cómo somos una ventana mirando a la muchedumbre sin poder articular palabra. La depresión la pasamos juntos. Con felicidades cotidianas. Pero quizá haya llegado el momento de desnudarse. De no reírnos cuando decimos que estamos mal. De no escondernos en los cuatro duros que nos pagan los empresarios “caza licenciados con vocación que van a aceptar un mísero sueldo”, ni en el tópico de que al menos tenemos salud. Nosotros queremos vivir. Queremos tener objetivos. Queremos servir. Queremos cambiar lo que ocurre a nuestro alrededor a pesar de que no lo estemos pasando tan mal como para que las personas de nuestro alrededor sientan lástima de nosotros. Queremos que nuestra voz se oiga y que el porcentaje de jóvenes desempleados no se quede en el antetítulo de una noticia. Detrás de ese número hay sueños perdidos. Hay personas con capacidad aceptando trabajos irrisorios. Hay depresión.

No sé dónde vamos a llegar. Quizá hoy tenga un día pesimista y mañana lo vea mejor. No dudo de que este fin de semana me volveré a emborrachar y a reír. A pensar que esto es pasajero y a tratar de arreglar la crisis económica con una copa en la mano. Pero eso no significa que no veamos lo que ocurre, y lo que parece que nos queda por pasar. Basta de tener complejos por tener la suerte de ser sustentados en nuestra mayoría por nuestros padres. Eso no es una suerte. Es una desgracia. 

viernes, 6 de julio de 2012

Incertidumbre


Cuando no se sabe qué va a pasar, todo es bastante excitante. La mayoría de las personas nos aburrimos con lo predecible. Si sabemos, por ejemplo, que todo es una balsa de aceite, que nos quieren, que no nos van a echar de ese trabajo al que odiamos, que la mañana siguiente va a ser como la de hoy, que compraremos cada semana lo mismo en el supermercado o que seguiremos con los ritos de toda la vida, pues… nos irritamos. La adrenalina no surge. Se queda paradita y nos invade una especie de desasosiego fruto de la calma, que nos hace ponernos de mal humor.
Pero cuando no sabemos qué va a ser de nuestra vida, vivimos. Es un poco una tontería. Por un lado, debe ser cierto eso de que, si no te sube la tensión, tu supervivencia está más asegurada, aunque sea un poco sosa, descafeinada, sin altibajos. Pero, por otro, cada pálpito de tu corazón que sea un algo descompasado y un algo fuera de lugar, hace que lo impredecible se convierta en una especie de rejuvenecimiento que, también, por supuesto, te lleva a sacarte de ti mismo. Aunque eso sí, el final de estas arritmias es un tanto indeciso. O te encumbra al éxtasis o te deja caer al precipicio. Vamos, que o te lleva a la UVI o al cielo, que, a lo mejor, son la misma cosa.
Todo esto viene a cuento de ciertas cosas que últimamente nos desvían del camino seguro. No sabemos qué puede pasar mañana. No solo con las dichosas bolsas, venga a subir y a bajar. No solo con qué será lo próximo que abandonemos en la cuneta con esta maldita crisis: la Sanidad universal y gratuita, la Educación para todos y sin reválidas, el cuidado de nuestros mayores, nuestro derecho a un techo bajo el que dormir… No solo es eso sino que nuestra vida entera se ha puesto patas arriba. Y no estamos muy seguros de que eso sea bueno o malo.
El acomodarse a lo predecible es placentero. Todo tiene su lugar, nada se inmuta. Nietos de los que lo pasaron mal, estábamos acostumbrados a no torcernos: pedir y encontrar, quedarnos sin trabajo y cobrar el paro; hallar el amor de nuestra vida junto a  una boda de lujo con viaje a Punta Cana; ser padres y tener la seguridad de no tener que desvelarnos por los pañales, la guardería, el puesto escolar e incluso la plaza universitaria; envejecer y pasar los últimos años en un hotelito de Mallorca sin preocuparnos, porque, cuando llegara la hora, tendríamos alguien cuidándonos o una plaza en la unidad de una muerte digna; o quizás, pasar de todo eso y seguir disfrutando, siendo distintos.
Pero ese anidamiento se ha terminado. Nos ha durado exactamente treinta años. Ahora, otra vez el desasosiego que sentían nuestros abuelos se ha adueñado de nosotros. Hoy nada está claro. Perdemos los empleos, nos bajan o nos quitan nuestros salarios,  nuestros hijos no podrán lograr lo que nosotros tuvimos, nuestra muerte será la triste muerte de siempre. Y a pesar de eso, sentimos que quizás sea el momento de volver a gritar, de perder el miedo, de requerir a aquellos que nos hicieron creer que no había que moverse para lograr un sueño. De salir a la calle porque estamos plenos de dudas y ya no nos creemos nada. Porque la incertidumbre nos hace libres aunque para ello tengamos que hacer tabla rasa con los que nos convirtieron en una gran mentira.