viernes, 26 de abril de 2013

Estar hecho

En estas dos semanas he tenido que releer, por imposición laboral, dos obras. Una, el Lazarillo, es bastante popular. Hasta en los anuncios. Todo el mundo - incluso aquellos que no tienen ni idea de que la anécdota del ciego no es tal anécdota sino una serie de palabras escritas hace cinco siglos por alguien que vio, pensó y transmitió lo que veía- conoce la estampa del niño que tiene hambre e intenta comer mientras un señor se lo impide mediante lecciones conductistas, tipo de las de si haces esto, te pasará lo otro.
El otro, Luces de Bohemia, no es ni conocido ni sale en televisión. Lo escribió un señor un tanto extraño que  vivió en Méjico, estuvo en la cárcel, eligió una estrafalaria manera de mostrarse a los demás y donó a aquellos que nacimos después, una forma de ver lo que nos rodea unida a un adjetivo universal: esperpéntica. Y que significó el apelativo: dícese de aquello que, pasado por un reflejo especial, te devuelve lo que eres en realidad: un ente grotesco.  Aunque no lo sepas.
Entre las dos lecturas se han vivido cuatro siglos. Cuatrocientos años. No soy capaz de contar cuántos meses. días, horas y minutos. Del autor de uno, no tenemos ni idea. Del otro, sabemos que malvivió, sin predecir que pasaría a los libros de texto (¿Y eso?, diría)
Pero los dos anticiparon. O quizá no tanto. El hambre debió existir desde que somos. La apariencia en un espejo cóncavo casi también. Aunque acaso para esta vuelta de tuerca haya hecho falta avanzar en la física y en la óptica.Al fin y al cabo, alguna evolución en cuatrocientos años ha existido.
Después de leer estas dos obras, en esta semana el mundo se me ha puesto del revés. Con una muerte. Ya sé que hay muchas cada segundo. Pero la diferencia está en que mientras yo releía por imperativo curricular, un chaval de ojos azules que había pasado por mi lado sin hacer ruido, acaso un poquito, solo lo justo para saber quién fue y dónde lo pusimos, se ha ido. Y leyó el Lazarillo. No Luces de Bohemia, porque no le dio tiempo. Quizás había pensado en que el curso que viene tendría que hacerlo mientras que yo le apretaba las tuercas con esas vueltas que hacen los profesores de segundo de bachillerato. Nunca podré saberlo.
Conoció a Lázaro pero nunca leerá las palabras de Max Estrella. Ni de Don Latino.
Supo de las palabras sin padre conocido y no de las de Don Ramón.
Tampoco sabrá si la Facultad que hubiera elegido le traería la tranquilidad de no tener que mirar a su espalda nunca más. La de ser él mismo.
La de pensar que su estancia en estas cuatro paredes fueron el principio de una vida nueva.
Pero seguramente, de lo que estaba cierto era de que este siglo que le había tocado vivir no le iba a dar ninguna oportunidad en un país que se nos desmorona. Que estaba más cerca de ser un Lázaro sin honra con estómago lleno o de un Max traicionado,  que de  convertirse en el españolito que no ha de guardarse de ninguna de las dos españas que, por fin, no le helaría el corazón.
O quizás no pensara nada de esto.

domingo, 7 de abril de 2013

Lo nuestro es pasar



Leo que ya no estamos contentos con nuestro jefe de estado. Lo dicen las estadísticas. Podían haber sido un poco más listos. El silencio de nuestros adolescentes cuando se habla de la monarquía lo venía anticipando desde hace años. Llevan mucho tiempo sin saber quién es ese señor que les felicita la Navidad todos los diciembres. Tampoco saben de dónde ha salido ni a dónde va, salvo que los programas del corazón digan algo sobre su desliz cazando elefantes o sobre que sea abuelo, sus hijas se divorcien o su nuera luzca un nuevo modelito. Que no tienen ni idea. Como tampoco saben, ni les importa (no sale en el facebook, ni en el twitter ni en el whatsapp) qué diferencia hay entre tener un monarca como jefe virtual o un presidente de República. ¿Pero es que eso existe, se preguntan, mientras intentan recordar quién les gobierna?
La cosa está así. Los de treinta nacieron en un época en la que sus padres todavía recordaban que antes había otra cosa y que tuvieron que luchar por hablar más de la cuenta. Los de cuarenta eran adolescentes mientras mamaban un especie de éxtasis de libertad nunca soñado por aquellos que habían pensado que mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Los de cincuenta, bastante tenían con vivir el sueño deseado de aquellos que habían vivido bajo el yugo. Pero los de veinte y los de diez... esos vieron su luz en un país que había olvidado.
Bendito olvido. 
Por eso, ahora, con una crisis que nos inunda, que va llegando poco a poco al quicio de la puerta, que se olvida de lo que habíamos conseguido durante cuarenta años, que no sabe de guerras trasnochadas ni otras milongas, que ha tenido el único beneficio de saber que el pasado es eso, pasado, es lógico constatar que a las nuevas generaciones, las que están dentro y las que han tenido que irse, les importe un comino un señor que fue algo en su tiempo ( ¿y qué hizo, de dónde viene, a dónde va?) y que, encima, no se puede elegir. Como se elige todo. Vas a un supermercado y lo único que te impide la opción es el precio. Quieres comprar un móvil y te mareas entre operadores ávidos de poseerte y lo que te hace elegir es la prestación que te permita comunicarte de forma más rápida y con más aplicaciones. 
Y este señor, ¿qué ofrece? Un pasado en el que prefirió no ponerse bajo el mando de los que habían decidido volver a las trincheras. Luego, se ha pasado casi cincuenta años viviendo de las rentas.
Vivir de eso es difícil pero no imposible.
Nuestros niños lo saben. Pero, para ese viaje, mejor uno que no nos felicite las pascuas pero que podamos saber quién es y de qué pie cojea. Y que, si se va a cazar elefantes como si nada, le digamos: "hasta aquí has llegado y el marfil no es santo de nuestra devoción, ni tu mirada a otro lado mientras tus vástagos esquían, compran inmuebles imposibles o se convierten en portada del papel cuché o de los diarios informativos, depende de que los jueces se lo tomen en serio"
Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Hasta don Antonio Machado le hubiera aconsejado, como hizo a su bisabuelo: mejor, un barquito y a vivir de las rentas. Que los Reyes siempre tienen un lugar donde vivir. Y sin deshaucios.