viernes, 25 de noviembre de 2011

El habitáculo sin memoria.

Una lavandería. Una bombilla. Una conversación. La vida tiene algunas veces, y de repente, momentos totalmente indescifrables. Lo rutinario deja paso a la sorpresa. La conversación deja de ser banal. No tiene nada que ver con el enamoramiento a primera vista, ni la flecha de Cupido. No creo en esas cosas. Creo en los territorios hasta ese momento desconocidos. Una puerta que se abre que antes no se había abierto.

Por ejemplo: esa calle que nunca se recorre, porque tiene una tremenda cuesta, y que un día, sí lo haces porque simplemente te apetece. Y en ese paseo, repentinamente, ves aquella joven que capturó 7 segundos de mirada fija esa misma mañana en tu escuela. O esa actitud reservada que te hace no quedarte nunca a ver cómo da vueltas una lavadora, y que una noche, por una causa nunca argumentada, deja de existir, y te permite sentarte y esperar. Y esa espera se convierte finalmente, por motivo totalmente azaroso, en uno de esos momentos, que sin llegar a cambiar una vida, son capaces de hacerte sentir bien. Y de guardarse en un recuerdo.

Esas decisiones no planeadas surgen desde un habitáculo interior que no tiene comprensión científica. Ni química. Algunos, como apunté antes, la relacionan con la conjunción de todas las estrellas del universo, la flecha del dios del amor, el camino que nos marcó Dios, o el tan ambiguo destino. Yo no quiero pararme en qué es. Porque no me importa.

El hecho relevante es que allí, x e y viven un momento h gracias a unas circunstancias v. Y eso ocurre tan pocas veces… Por eso, sí me paro a pensar, en ese momento. En el que se va consumiendo, y que de repente anuncia en tu cuerpo, mente, interior que te modifica como persona (para algunos alma), que ese instante es irrepetible. Que no se sabe qué habrá después. Pero que nunca volverá a ser tan original, tan genuino. Tan real y ficticio a la vez.

Quizá incluso nadie lo sepa después. O simplemente muera en un comentario con el amigo de turno: “tío, ayer conocí a alguien genial”. O quizá nunca se explique porque sería injusto tratar de copiar la belleza de ese momento. La comunicación puede sobrar. Puede incluso, que sea la única vez que sobre. Eso es a gusto del consumidor.

Reflexiono sobre todo esto, e imagino al poeta, Neruda, por ejemplo, escribiendo aquello de: “puedo escribir los versos más tristes esta noche / escribir por ejemplo: la noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”. Lo imagino en una mesa de madera, solitario, con una bombilla sin lámpara, y tratando de volver a la originalidad del primer momento, sin poder conseguirlo. Lo imagino todos los días, haciendo cosas distintas, porque algo distinto lo llevó a ese momento original. Lo imagino cambiando el camino de regreso a su casa, quedándose más tiempo en su lugar de reunión, pidiendo vino blanco en lugar de vino tinto, durmiendo a otras horas. Y ese verso le llega en el momento de mayor infortunio. Y no lo escribe él. Lo escribe ese habitáculo, del que hablaba antes, que se había quedado huérfano.

No quería, ni quiero hacer un texto bañado en un charco de romanticismo insulso. Porque no creo en él. Pero sí creo en esa lámpara, esa lavadora, ese momento irrepetible. Por el que quizá, y aquí sí me pongo melodramático, todos vamos caminando por el desierto de la vida, hasta llegar a él, como si se tratara de un oasis.

En aquella habitación pasaron las horas como si fueran minutos. Ninguno de los dos quería que se escapase el momento. Ninguno de los dos quería atreverse a besar por el riesgo de romperlo. Como una pompa de jabón, tan perfecta y frágil a la vez. Nadie quería tocarla. Ni tan siquiera acariciarla. No era el momento para eso.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Principios


Como el granito más pesado, el utilizado para encimeras por ejemplo. Como el cáncer más terminal. O el núcleo de la tierra. Inamovible. Principios que forman a la persona. Personas formadas por principios. Rocas impasibles. Frases repetidas a lo largo de los años que se vuelven señas de identidad. Impertérritos argumentos, que no se intimidan ante nada. Pasan días, meses, años. Tiempo en general. Y sigue ahí. Y de pronto ocurre. Una mirada, una cara bien organizada. Que se mete en la mente, y comienza a trastocar todo. Sin importar si sus movimientos pueden hacer sufrir o celebrar. Si lo que haga o deje de hacer pueda ocasionar un caos, de días, meses, años. Tiempo de nuevo.

Ese escalofrío durante el cual esa mirada se hace un lugar en una mente, puede llegar a través de una canción, de una conversación, de un beso, o de un libro prestado. Se camufla para no ser descubierta por los sistemas de seguridad que la persona tiene establecidos. Sistemas que pueden ser los más sofisticados del momento. Quizá incluso los coloca una empresa. Una subcontrata, tan de moda ahora. Que entra en los cerebros, los fortifica, los aísla. Los prepara para que estén solos. Y se van. Y el contrato dura hasta la muerte. Sin posibilidad de rescisión. El contratante, la persona, firma porque en ese mismo momento está viviendo un shock traumático. Un shock que le ha llegado por no tener ningún tipo de seguridad. O puede firmar también por influencia del shock vivido por una persona cercana. Y firma convencido. “Esto a mi no me ocurre”. Y blinda su cerebro, aumenta su poder frente al corazón. Incluso lo chantajea. “Si no haces lo que digo, y me das el pleno poder en la disyuntiva corazón o cerebro, dejó de mandarte bombear sangre, y mueres”. El corazón accede.

Accede hasta que aparece ese escalofrío. El corazón lo ve subir por las escaleras corporales. Hacia el cerebro. Ve cómo es capaz de desmontar toda esa red de seguridad que tanto miedo le infundaba a él. Y comienza a palpitar. A gritarle, para que se aproxime a él. El escalofrío siempre va tras trastocar la parte de arriba. La racional. Porque sabe que la sentimental nunca se le resistió.

Y ahí comienza el desierto o el más verde de los prados. Sin saber el final. El corazón incluso piensa algunas veces en no respetar las leyes que le impuso el cerebro. Y olvidar que su bombeo depende de él. En esos casos se muere por amor. Son los más extremos. Poca gente llega a ellos. Otras veces todo funciona. La misma sensación se vivió a la misma vez en el cuerpo opuesto. Y eso es genial. Pero otras, el escalofrío se queda a vivir en el corazón, para subir asiduamente arriba, para volver a trastocar todo de nuevo. Eso, fuera de la cueva corporal, se traduce en llamadas de teléfono “mataorgullo”, mensajes a las 4 de la mañana, rosas inoportunamente enviadas, noches sin dormir, besos expirados por la imagen de otra boca, sexo sin ganas con otras personas, peleas con amigos, padres, mal humor generalizado.

Y así las personas van uniéndose. Enlazadas por ese escalofrío invisible.

Tan buscado como denostado.

La maldición del periodista




Tener ojos de periodista es a menudo un privilegio frente al resto del mundo. Tener capacidad crítica ante todo, caer en pocos engaños, no dejarse llevar por titulares declaratives. Simplemente parecer un ciudadano algo más preparado que el resto. Pero ese hecho lleva consigo (y lo he descubierto hace pocos meses) un peligro, me atrevería a decir, más dañino. La no creencia en nada. La búsqueda de la tercera pata al gato, como se suele decir. La investigación del porqué esta persona dice esta cosa, o este periódico apoya tanto a este partido o a esta herramienta, o quién está detrás de una crisis en un país, que además resulta beneficiando a un grupo de personas. Esa situación se puede dar incluso en el seno familiar. Si tu hermana no acompaña a tu abuela a un lugar cualquiera, pongamos el caso, y la versión oficial es una, mi visión periodística recibe la información, y busca otra causa. “Esta lo ha hecho porque ha quedado con no se quién para no se qué”. El descrédito de un país comienza desde los cimientos, cuentan algunos llamados expertos. Digo que cuentan, porque aunque me parece un argumento consistente y coherente, esa teoría cada vez más asentada en la opinión pública, de que la crisis es de valores y no de economía, vuelve a traspasar mi oreja para realizar un viaje perfecto hasta la otra y salir como entró. Comienzo a creer en artimañas con muy poca probabilidad de ser verdad, y en una corriente de descrédito acerca de los valores de esta nueva era (Internet, progreso, tecnologías, cambios de hábitos, ciencia) totalmente orquestada. Por quién. No lo sé. Pero quizá sea yo también víctima del descrédito más absurdo. Y así vamos cayendo uno por uno todos los ciudadanos de este país. No creemos en nada, y todo nos parece mentira. El vehículo de la mentira, del que alguna vez escribí, se ha posicionado como el más vendido en los concesionarios de nuestras mentes. Y realmente nadie cree a nadie. Ni el propio país se cree a si mismo. La gente que gana 1200 euros, no se cree que tenga suficiente dinero para comprar una chaqueta. Los que conocen una noticia (poco asidua) de una contratación en buenas condiciones de un amigo, buscan lo que falla. Nadie cree a nadie.

Me cuesta imaginar cómo saldremos de este atrolladero. Normalmente, la mentira se soluciona cuando alguien nos pilla. Pero esta vez no tenemos una madre o un padre que esté pendiente de nosotros. Porque si los tenemos, también están enfermos. Italia tambalea, Francia y Alemania se sientan continuamente sin saber qué decirse y con sólo propósitos. Y la realidad es que están igualmente de afectados por la enfermedad. EEUU ni siente, ni padece; y el resto de países ni están, ni se les espera. Nadie nos puede despertar, y parece que debemos ser nosotros los que lo hagamos por nosotros mismos. Ahí no hay gobiernos, ni estamentos, ni jerarquías. Ahí entra en valor la mente humana. Y la española siempre ha pecado de autodetructiva, excepto estos últimos 30 años. Quizá el fallo es que ya no recibimos el halago, algo que gusta mucho en este país. Pero no quiero vertebrar alguna teoría, porque no tengo ni la más remota idea. Aunque siempre he hablado sin saber.

Contradicciones.

martes, 1 de noviembre de 2011

Otra tierra

La adaptación conlleva un tiempo. Todos lo podemos imaginar. Un cambio de país tiene como consecuencia un cambio de las raíces de una persona. Cambio de temas de conversación, de forma de vestir, de música en la radio, de bares, de personas. Un terremoto en un interior que no se prolonga en el exterior. Y eso es realmente lo peor. Cuando te encuentras solo en un lugar, sin soledad, se suele tener un problema. Pero esto es diferente. El tren va a toda marcha y no es posible pararse a pensar en el por qué de las cosas. No te puedes detener a pensar cómo te sientes porque la búsqueda de trabajo apremia, o el aprendizaje del idioma te angustia. Cada día contiene cientos de retos nuevos. Pueden llegar en cualquier momento. Y normalmente, te pillan desprevenido. Una pregunta que no se entiende, un hábito de vida hasta ese momento desconocido. La creatividad baja, y la pragmática sube. Cuando pasan 4, 5, 6 semanas, encuentras tu asiento, sabes qué supermercado es el más barato, qué tipo de bebida pedir en una discoteca, que la calle aquella conecta con esa otra. La adaptación comienza a llegar a tu mente, porque antes, tu cuerpo estaba pero ella no. Entonces la creatividad aparece. Como llegada de unas vacaciones, con fuerza, con dinamismo, con ganas de contra lo que ha visto durante las últimas semanas. Y entonces, comienzas a sentir. Y a escribir.