sábado, 14 de junio de 2014

Ingratitud

Como primera premisa: no me gusta el fútbol. Como segunda y quizás tercera: los últimos seis años he sido un poquito más feliz aquellos días en los que la Selección ganó una Eurocopa, un Mundial y otra Eurocopa más. Quizás no tanto por mí sino por ese ambiente que inundó las calles y las esquinas; mi casa; las plazas, mi salón; los colegios, mi dormitorio; el país en el que vivo, casi mi cuarto de baño.
Fuimos felices. Hasta hicimos las paces con esa bandera que a algunos nos da como grima. No es que la besáramos pero sí le buscamos un hueco en nuestros balcones y nuestras camisetas. En realidad, esa bandera jugó el papel del cambio semántico sin tener el propósito de hacerlo. Se coló, entre gol y gol, en el olvido del sentido de su símbolo. Y nos arrulló, durante seis años, enrocándose con ese epíteto épico de La roja, que tanta bilis ha hecho tragar a los medios antimediáticos que suspiraban por un cambio en las equipaciones que las acercara al color azul. ¡La azul! Eso sí que hubiera sido un orgasmo en condiciones.
Y ahora, va esta camada, la mejor de la historia balompedística española y la fastidia, dejándose meter cinco goles ante el enemigo natural de Felipe II. ¡Vaya, cinco siglos, y para lo de siempre! Temo que a Casillas lo condenen a la Inquisición. 
No vi el partido. Entre otras cosas porque tenía la intuición de que todo lo que sube, baja. Y de que no se puede ser fantástico para siempre. Que ninguno lo somos. Que todos hemos pasado por épocas gloriosas y por otras de decadencia. Que los años son los años. Y las camadas también. Y casi por último: que estos chicos que nos han hecho reír y emborracharnos y evadirnos de un país en el que estaba comenzando la pobreza y el paro y el hambre y los desahucios, mientras plantábamos en nuestro balcón la enseña que nos hacía creernos el país más afortunado del mundo, seguirán siendo nuestros héroes. Y que les debemos, al menos, un par de cosas: ser felices durante los últimos seis años en verano y entrar en el Olimpo de los que por una vez han ganado la gloria de ser los mejores en algo.
Me da igual el resultado. Iniesta ya está en los libros de Historia de aquellos que no han nacido aún.
Aunque hagamos las maletas.
Aunque todo esto del fútbol solo sirva para olvidarnos de que vivir es algo más que ponernos delante de una pantalla y llorar por la injusticia de un mundo al que no hemos pedido llegar. Pero que es más bello si metemos goles y ellos no lo hacen.



sábado, 7 de junio de 2014

Abdicación y Pelargón

El lunes me levanté un poco como siempre, pero, la verdad, mejor que otras veces. Había dormido bien y mis zapatillas con borlas de colores estaban alineadas con el quicio de la puerta. Era una señal de que aquella mañana iba a ser como todas las mañanas de después de.
Pues no. Me equivoqué. Creo que la noticia me la dieron sobre las once. Después de haber recordado a mis angustiados alumnos de segundo de bachillerato, que ahora los medios de comunicación de masas no se dedican a informar sino a interpretar una realidad virtual que se inventan todos los días, y que, por tanto, no esperaran en la Selectividad, ningún texto objetivo. Que la objetividad depende de cuentas corrientes y periodistas mediáticos, les había dicho, así que a buscar temas y resúmenes y organización de las ideas que contemplen sustantivos abstractos un tanto eufemísticos como reflexión, análisis o quizás, en raros casos, crítica. Y eso, siempre que el texto sea de Millás.
Nada. Que todo se volvió del revés. Llegó la abdicación. Una abdicación un tanto rara. Que se va pero que resulta que no tenemos una ley al uso para que se vaya. Total, es que no habíamos pensado, en casi cuarenta años, que eso fuera posible. ¿Se va a jubilar un Rey español, así, como si fuera belga? Ni por asomo. El español muere en su cama, como Dios manda, sin tanta tontería. Con sus miserias de rey, que también las tienen pero no se publican, al menos del todo. Y con la parafernalia de entronar al heredero en el mismo lecho de muerte.
Y claro, pues los medios se frotaron las manos. Y no es que no lo estuvieran pidiendo a gritos. El rey ya no vendía. Ni siquiera la reina lo estaba salvando de la condena al ridículo. Pero, de tanto pedirlo, no se lo esperaban. Tiraron de archivo y de tertulias y de sonrisas y de humor y de parodias. 
Hasta el jueves. El jueves hubo una noticia escondida entre la falsa sonrisa de Leticia, la resignación de Felipe, el embotamiento gestual de Juan Carlos y la huida de Sofía: el Gobierno español se ha dado cuenta de que hay niños y niñas españolas que no comen todos los días si no es porque las escuelas los alimentan al menos una vez cada veinticuatro horas. Y. hombre, algo hay que hacer.
Así que este verano, mientras sacamos nuestros banderines para aclamar a un nuevo Borbón en las calles de España, tendremos la suerte de que nuestros vástagos tomen Pelargón, como en la posguerra, en los colegios. Hay que ser caritativos. Al fin y al cabo, tanto la Monarquía como la Religión han preferido siempre la caridad a la justicia.
Pero yo, después de esta semana tan rarita, la verdad, prefiero un estómago vacío que sea consciente de que no todo está escrito que uno lleno a costa de las migajas de una sociedad injusta. Aunque sea una hamburguesa con patatas.

sábado, 31 de mayo de 2014

Siglas

Padecer una IFC y no morir en su desarrollo, es todo un reto.
Me pregunto: ¿habrá IFC para los bancos? No estoy segura. Más bien lo dudo. Y casi lo niego. ¿La habrá para los parlamentos, las diputaciones, los ayuntamientos, las corporaciones de todo tipo e incluso, para los organismos sin ánimo de lucro? Sigo dudándolo.
Pero os cuento.
Una IFC es una inspección de los centros educativos. Es decir, llegan unos señores a preguntar que cómo lo haces. Te piden papeles. Todos los papeles. Hasta aquellos que no rellenas porque no piensas que sea necesario. Bastante tienes con gestionar un pedacito del pastel público mientras intentas enseñar gramática, moldear conciencias, dar de comer a los que no comen, hacer yoga ante los que te retan con sus actos o sus palabras, poner orden en los cuadernos, enseñar comprensión lectora y varias competencias  básicas más, intentar ser una sección de recursos humanos, acercar la poesía a los que la ven como una especie de alejademíesecáliz, respirar después de tener una mala noche.
Vale, a lo mejor en eso va el sueldo seguro todos los meses. Claro que sí. Somos funcionarios. Y tienen derecho a venir a que rindamos cuentas. Somos enseñanza pública y cobramos de todos los ciudadanos. Hasta de aquellos que un día dieron parte de su sueldo, cuando trabajaban, para que educáramos a sus hijos y que ahora no pueden recuperar lo que prestaron al estado. Porque quizás ni siquiera tienen un techo bajo el que vivir.
Y yo lo acepto, aunque no duerma por las noches. Siempre hay algo que has hecho mal o que has MALGASTADO. Y debes explicarlo. 
Pero, digo yo, e insisto ¿No hay una IFC para los que han hecho que no creamos ya en nada? ¿Para los que están arriba enriqueciéndose con dinero público y siguen ahí?
Un inspector de la IFC llega a una clase y escribe cómo transmites conocimientos, cómo se sientan los niños y niñas en el aula, cómo repartes los tiempos, cómo usas los recursos, cómo haces las programaciones de aula, qué meteduras de pata tienes en una hora, cómo olvidas la normativa, cómo declamas.
¿Existe algún inspector que escriba lo mismo en los consejos de administración de los bancos o en los parlamentos o en los partidos políticos o en los medios de comunicación públicos o en los organismos privados que reciben dinero del Estado?
Pues eso, siglas al fin y al cabo. Pero para unos cuantos. Los de abajo.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Hasta para esto que está pasando, Quevedo.

La estantería está llena de polvo y hay que limpiarla. No hay ganas. Pero, bueno, son cosas que hay que hacer. Se pasa el trapo. Las sonrisas reaparecen tras ese opaco paño semanal que, inexplicablemente, invade los espacios. Y, mira, ahí está. En esta, tenía un año y ya apuntaba maneras. Intentas recordar ese pantalón que quizás compraste entre el miedo y la ilusión. Y su manita cogida de la tuya. Pero no hay manera. El ensueño se resbala por el tobogán de los minutos pasados y no te deja aprehenderlo. Qué cosas. Intentas hacer la multiplicación de días, meses y años, partida por esas líneas divisorias que protegen una vida, la tuya. Pero te mareas. No hay manera de recordar lo que se vive. Cuando se está ahí, no se pone uno a pensar que años más tarde tendrá que limpiar el polvo, entre lágrimas, deteniendo tus dedos en una foto amarillenta.
Es noviembre. Casi final de noviembre. Y miras los muros de la casa tuya, si un tiempo fuertes, ya desmoronados. Observas cada rincón amancillado y no hallas cosa donde poner los ojos.
Este año no sonará el timbre y abrirás la puerta y entrará la vida.
Dicen las malas lenguas (aquellas que se empeñan en decir que nos inventamos que España se recupera, que hemos salido -casi- de la crisis, que tenemos un señor gobernándonos que es todo un héroe, que este héroe ha evitado que todo hubiera sido peor, que, pobrecito, qué él qué hace si la gente quiere irse a emprender por esos mundos de dios) que nuestro país perderá dos millones y medio de habitantes en el 2017. Y esta cifra sale de una media entre los que se van y los que no nacerán.
Es decir, entre los que son un fotograma en una repisa repleta de polvo que limpiará una madre en un futuro, mientras ayuda a hacer la maleta y se pregunta por qué estas navidades no tendrá la ilusión de poner la mesa, y aquellos que ni siquiera llegarán a serlo.
No sé qué es peor.
Yo, mientras, limpio. Lloro y limpio. Veo los muros de mi patria desmoronados. Y los de mi casa, también.
Y me juro a mi misma no ver anuncios en la tele este mes que entra.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Mitad

Esto de la vida es algo que, por mucho que nos empeñemos, no tiene traductor. Ya nos gustaría: escribir un pensamiento en el google y que, en el segundo siguiente, se nos llenara la pantalla con soluciones, inferencias, caminos que seguir y algún que otro anuncio de desodorantes o viajes paradisíacos.
Claro que cuando necesitamos esa ayuda, solemos estar en la mitad. Nunca es cuando nacemos. Bastante tenemos con acostumbrarnos a ese mundo al que hemos abierto los ojos. Y con comer, dormir, no tener dolores en el estómago, asir un juguete o contemplar una sonrisa sin saber que lo es. tenemos bastante. Cuando vamos a morir, ya esas cosas no nos importan. Es más, casi nos preguntamos cómo fue que alguna vez eso de ingerir alimentos, cerrar los ojos y no soñar o intentar hacerse un hueco entre líneas que se convirtieron en bocetos y luego en dibujos y luego en una realidad tridimensional, fue algo tan importante que al final se echa de menos mientras te mueres.
No. es en la mitad cuando no tienes respuestas.
Y fastidia, la verdad. Por eso se debieron de inventar palabras como niñez, adolescencia, juventud, madurez o vejez. Para que supiéramos siempre que eso que llamamos vida no es más que una especie de tela de araña que no lleva a ningún sitio.Y que no se elige.
Se eligen las mitades. 
Aunque quizás tampoco. 
Casi nunca podemos recordar el día en que decidimos seguir un rumbo o cambiarlo o hacer como si no hubiera existido nunca. O luchar o no hacerlo. O quedarnos a medias. O dejar que el destino nos llevara. O hacer del destino, suerte. O de la suerte, destino. O enviar unas flores o seguir llorando sobre la almohada. O cruzar una calle o esperar a que el semáforo se pusiera en verde. 
Pues eso, que lo de la mitad de la vida no tiene traductor. O te la tragas o la vomitas.