viernes, 6 de julio de 2012

Incertidumbre


Cuando no se sabe qué va a pasar, todo es bastante excitante. La mayoría de las personas nos aburrimos con lo predecible. Si sabemos, por ejemplo, que todo es una balsa de aceite, que nos quieren, que no nos van a echar de ese trabajo al que odiamos, que la mañana siguiente va a ser como la de hoy, que compraremos cada semana lo mismo en el supermercado o que seguiremos con los ritos de toda la vida, pues… nos irritamos. La adrenalina no surge. Se queda paradita y nos invade una especie de desasosiego fruto de la calma, que nos hace ponernos de mal humor.
Pero cuando no sabemos qué va a ser de nuestra vida, vivimos. Es un poco una tontería. Por un lado, debe ser cierto eso de que, si no te sube la tensión, tu supervivencia está más asegurada, aunque sea un poco sosa, descafeinada, sin altibajos. Pero, por otro, cada pálpito de tu corazón que sea un algo descompasado y un algo fuera de lugar, hace que lo impredecible se convierta en una especie de rejuvenecimiento que, también, por supuesto, te lleva a sacarte de ti mismo. Aunque eso sí, el final de estas arritmias es un tanto indeciso. O te encumbra al éxtasis o te deja caer al precipicio. Vamos, que o te lleva a la UVI o al cielo, que, a lo mejor, son la misma cosa.
Todo esto viene a cuento de ciertas cosas que últimamente nos desvían del camino seguro. No sabemos qué puede pasar mañana. No solo con las dichosas bolsas, venga a subir y a bajar. No solo con qué será lo próximo que abandonemos en la cuneta con esta maldita crisis: la Sanidad universal y gratuita, la Educación para todos y sin reválidas, el cuidado de nuestros mayores, nuestro derecho a un techo bajo el que dormir… No solo es eso sino que nuestra vida entera se ha puesto patas arriba. Y no estamos muy seguros de que eso sea bueno o malo.
El acomodarse a lo predecible es placentero. Todo tiene su lugar, nada se inmuta. Nietos de los que lo pasaron mal, estábamos acostumbrados a no torcernos: pedir y encontrar, quedarnos sin trabajo y cobrar el paro; hallar el amor de nuestra vida junto a  una boda de lujo con viaje a Punta Cana; ser padres y tener la seguridad de no tener que desvelarnos por los pañales, la guardería, el puesto escolar e incluso la plaza universitaria; envejecer y pasar los últimos años en un hotelito de Mallorca sin preocuparnos, porque, cuando llegara la hora, tendríamos alguien cuidándonos o una plaza en la unidad de una muerte digna; o quizás, pasar de todo eso y seguir disfrutando, siendo distintos.
Pero ese anidamiento se ha terminado. Nos ha durado exactamente treinta años. Ahora, otra vez el desasosiego que sentían nuestros abuelos se ha adueñado de nosotros. Hoy nada está claro. Perdemos los empleos, nos bajan o nos quitan nuestros salarios,  nuestros hijos no podrán lograr lo que nosotros tuvimos, nuestra muerte será la triste muerte de siempre. Y a pesar de eso, sentimos que quizás sea el momento de volver a gritar, de perder el miedo, de requerir a aquellos que nos hicieron creer que no había que moverse para lograr un sueño. De salir a la calle porque estamos plenos de dudas y ya no nos creemos nada. Porque la incertidumbre nos hace libres aunque para ello tengamos que hacer tabla rasa con los que nos convirtieron en una gran mentira.

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