Cuando no se
sabe qué va a pasar, todo es bastante excitante. La mayoría de las personas nos
aburrimos con lo predecible. Si sabemos, por ejemplo, que todo es una balsa de
aceite, que nos quieren, que no nos van a echar de ese trabajo al que odiamos,
que la mañana siguiente va a ser como la de hoy, que compraremos cada semana lo
mismo en el supermercado o que seguiremos con los ritos de toda la vida, pues…
nos irritamos. La adrenalina no surge. Se queda paradita y nos invade una
especie de desasosiego fruto de la calma, que nos hace ponernos de mal humor.
Pero cuando
no sabemos qué va a ser de nuestra vida, vivimos. Es un poco una tontería. Por
un lado, debe ser cierto eso de que, si no te sube la tensión, tu supervivencia
está más asegurada, aunque sea un poco sosa, descafeinada, sin altibajos. Pero,
por otro, cada pálpito de tu corazón que sea un algo descompasado y un algo
fuera de lugar, hace que lo impredecible se convierta en una especie de
rejuvenecimiento que, también, por supuesto, te lleva a sacarte de ti mismo.
Aunque eso sí, el final de estas arritmias es un tanto indeciso. O te encumbra
al éxtasis o te deja caer al precipicio. Vamos, que o te lleva a la UVI o al
cielo, que, a lo mejor, son la misma cosa.
Todo esto
viene a cuento de ciertas cosas que últimamente nos desvían del camino seguro.
No sabemos qué puede pasar mañana. No solo con las dichosas bolsas, venga a
subir y a bajar. No solo con qué será lo próximo que abandonemos en la cuneta
con esta maldita crisis: la Sanidad universal y gratuita, la Educación para
todos y sin reválidas, el cuidado de nuestros mayores, nuestro derecho a un
techo bajo el que dormir… No solo es eso sino que nuestra vida entera se ha
puesto patas arriba. Y no estamos muy seguros de que eso sea bueno o malo.
El acomodarse
a lo predecible es placentero. Todo tiene su lugar, nada se inmuta. Nietos de
los que lo pasaron mal, estábamos acostumbrados a no torcernos: pedir y
encontrar, quedarnos sin trabajo y cobrar el paro; hallar el amor de nuestra
vida junto a una boda de lujo con viaje a Punta Cana; ser padres y tener la seguridad
de no tener que desvelarnos por los pañales, la guardería, el puesto escolar e
incluso la plaza universitaria; envejecer y pasar los últimos años en un
hotelito de Mallorca sin preocuparnos, porque, cuando llegara la hora,
tendríamos alguien cuidándonos o una plaza en la unidad de una muerte digna; o
quizás, pasar de todo eso y seguir disfrutando, siendo distintos.
Pero ese
anidamiento se ha terminado. Nos ha durado exactamente treinta años. Ahora,
otra vez el desasosiego que sentían nuestros abuelos se ha adueñado de
nosotros. Hoy nada está claro. Perdemos los empleos, nos bajan o nos quitan
nuestros salarios, nuestros hijos no
podrán lograr lo que nosotros tuvimos, nuestra muerte será la triste muerte de
siempre. Y a pesar de eso, sentimos que quizás sea el momento de volver a
gritar, de perder el miedo, de requerir a aquellos que nos hicieron creer que
no había que moverse para lograr un sueño. De salir a la calle porque estamos
plenos de dudas y ya no nos creemos nada. Porque la incertidumbre nos hace
libres aunque para ello tengamos que hacer tabla rasa con los que nos
convirtieron en una gran mentira.
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