Desde que
escribo, y de eso hace unas cuantas décadas, siempre he sabido, aunque no recuerdo muy
bien cómo, que el título es siempre lo primero. De una novela, de un artículo. Quizás
no de un poema, porque estos pueden ir por libre. Se les cita por el primer
verso y basta. No necesitan nada más. Para eso son poemas. El yo que se sale de
los poros. Se les permite todo. Incluso la incoherencia. Se pueden llamar
“Sonatina” y hablar del tedio que te lleva a la tristeza. O “Eternidades” y
referirse a la creación. Nunca me he preocupado de ponerle nombre a mi poesía.
Sonaba bien y punto. Con las canciones ocurre un poco lo mismo. Pueden llamarse
“On the corner” y hablar de la pobreza de unos niños que tocan para subsistir.
También aquí, en la música, las palabras no quieren ser encorsetadas bajo un
título.
Pero, cuando
se trata no de desnudarse en primera persona, sino en tercera; cuando lo
importante es lo que está pasando fuera, narrar, opinar,
interpretar, los títulos son lo más importante. Uno bueno te puede
llevar a que muchos ojos se detengan en lo que viene después. Uno malo o
anodino, a que nadie piense en perder su tiempo en las líneas que lo siguen.
Por eso hemos inventado nuevos medios de comunicación que hacen de los
títulos una especie de altar: twitter, facebook, diarios digitales. Todos
queremos dejar nuestra impronta en un estado, en un comentario, en un tweet. En
pocos caracteres. Como en un título. Y, además, no hace falta censura para
evitar que nuestro yo se haga dueño de las palabras. Simplemente no nos
dejan escribir más. Nos anulan la comunicación. Nos obligan a la tercera
persona y a la oración enunciativa. A lo sumo, nos permiten un signo, un pequeño
signo, de interrogación o exclamación, para deshogarnos un poquito. Solo un
poquito.
Pues bien,
hoy no me sale un titular. Y eso que quiero escribir un texto argumentativo
sobre lo que está pasando. No sobre lo que siento que nos está pasando. Querría
ser lo más objetiva posible. Sin sensacionalismos ni anécdotas. Contemplar la
realidad y plasmarla. Solo eso. El miércoles, el Presidente de un país en
bancarrota explicó a su Parlamento lo que iba a hacer para evitarla. El viernes lo ratificó
mediante decreto. El sábado clausuró una reunión con su partido antes de tiempo
y les dijo a los suyos que no se avergonzaran de lo que había dicho el
miércoles y había firmado el viernes. El domingo, la Presidenta del país que
había ordenado que se hiciera lo que el Presidente de la nación arruinada
dijo que iba a hacer, informó de que no había más cuerda que tensar en el suyo
pero que todo era por el bien de Europa. Durante esos días, algunos ciudadanos
del país arruinado salieron a la calle, un poco molestos. El Presidente los comprendió
pero recriminó su poco entendimiento de la situación. El lunes siguiente volvió
a subir la prima de riesgo de la nación en números rojos, mientras los que
habían propiciado el callejón sin salida de los recortes en los sueldos, en el
desempleo, en los créditos, en las aulas y en los hospitales, recibían su
compensación para no desaparecer.
Eso, que no
me sale un título. Quizás porque no existe o porque lo que nos está tocando
vivir no puede ser resumido en menos de diez palabras y sin verbos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario