martes, 10 de julio de 2012

Felicidad pasajera. Depresión profunda.






La depresión maniata mucho más cuando no la reconocemos. Somos más que una simple ventana.










Debe ser muy deprimente vivir en una depresión. Ya, ya sé que es una falta grave de narrativa juntar dos palabras de la misma raíz en una misma oración. Pero qué importa. En la depresión no importa el orden de las palabras, ni si hace frío o calor, sol o noche. Yo nunca tuve una personal. Siento más bien una colectiva. Pero he leído relatos de aquellos que la atravesaron. He incluso conversado con personas que la sintieron. Y siempre he llegado a la misma conclusión: debe ser muy extraño estar en vida con ganas de morir. Casi antinatural.

Los edificios siguen estando. Una ventana joven y bien constituida, ubicada en la calle central de una ciudad ve pasar amores, desencuentros, flechazos, acuerdos económicos, rabietas, infidelidades. Ve pasar personas como si la vida no fuera con ella. Colocada en la arteria más callejeada de la urbe, no hace otra cosa que permanecer petrificada. No tiene capacidad de movimiento ni lo pretende. Vive en la más absoluta depresión. La que no te deja involucrarte en lo que te ocurre alrededor. La generación a la que llaman perdida comienza a situarse como esa ventana. Sin respuesta y sin ánimo de responder. Los primeros gritos, que fueron feroces y contra el sistema en general, comienzan a apagarse. En una sociedad con millones de canales de información y conductos por los que expresarse, comenzamos a pensar que nuestra voz nunca será oída. Observamos como un espejismo  cuando un grupo de personas es capaz de caminar por medio país para hacer una propuesta que tenga altavoz en los medios de comunicación. La realidad nos supera porque nunca estuvimos preparados para ella. De repente nuestro ministro de economía pierde funciones. De pronto nuestro banco estatal pasa a ser vigilado. O lo que pueda venir. Pero permanecemos impasibles. Porque no sabemos qué hacer ya. Estamos deprimidos económica y anímicamente. Las monedas no tienen ojos y boca, pero la generación perdida sí. Y sueños.

¿Y qué es lo peor de esta depresión? Que tiene momentos felices. Porque no pasamos hambre. Salimos de fiesta. Besamos a unos y a otras. Nos tomamos una copa con el amigo de toda la vida. Nos drogamos, hacemos locuras y acabamos volviendo a casa a las 8 de la mañana, tras un día entero de fiesta, para el regocijo del vecino empresario y el alimento de su pensamiento de que los jóvenes no trabajan porque no quieren. Y pasa un día, y otro, y la herida se va haciendo mayor. Nos vamos desangrando lentamente. La generación perdida ya no lo es porque la pierda el país. Es porque nosotros mismos estamos perdidos. Y comprobamos además cómo somos una ventana mirando a la muchedumbre sin poder articular palabra. La depresión la pasamos juntos. Con felicidades cotidianas. Pero quizá haya llegado el momento de desnudarse. De no reírnos cuando decimos que estamos mal. De no escondernos en los cuatro duros que nos pagan los empresarios “caza licenciados con vocación que van a aceptar un mísero sueldo”, ni en el tópico de que al menos tenemos salud. Nosotros queremos vivir. Queremos tener objetivos. Queremos servir. Queremos cambiar lo que ocurre a nuestro alrededor a pesar de que no lo estemos pasando tan mal como para que las personas de nuestro alrededor sientan lástima de nosotros. Queremos que nuestra voz se oiga y que el porcentaje de jóvenes desempleados no se quede en el antetítulo de una noticia. Detrás de ese número hay sueños perdidos. Hay personas con capacidad aceptando trabajos irrisorios. Hay depresión.

No sé dónde vamos a llegar. Quizá hoy tenga un día pesimista y mañana lo vea mejor. No dudo de que este fin de semana me volveré a emborrachar y a reír. A pensar que esto es pasajero y a tratar de arreglar la crisis económica con una copa en la mano. Pero eso no significa que no veamos lo que ocurre, y lo que parece que nos queda por pasar. Basta de tener complejos por tener la suerte de ser sustentados en nuestra mayoría por nuestros padres. Eso no es una suerte. Es una desgracia. 

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