La depresión maniata mucho más cuando no la reconocemos. Somos más que una simple ventana.
Debe ser muy deprimente vivir en
una depresión. Ya, ya sé que es una falta grave de narrativa juntar dos
palabras de la misma raíz en una misma oración. Pero qué importa. En la
depresión no importa el orden de las palabras, ni si hace frío o calor, sol o noche.
Yo nunca tuve una personal. Siento más bien una colectiva. Pero he leído
relatos de aquellos que la atravesaron. He incluso conversado con personas que
la sintieron. Y siempre he llegado a la misma conclusión: debe ser muy extraño
estar en vida con ganas de morir. Casi antinatural.
Los edificios siguen estando. Una
ventana joven y bien constituida, ubicada en la calle central de una ciudad ve
pasar amores, desencuentros, flechazos, acuerdos económicos, rabietas,
infidelidades. Ve pasar personas como si la vida no fuera con ella. Colocada en
la arteria más callejeada de la urbe, no hace otra cosa que permanecer petrificada.
No tiene capacidad de movimiento ni lo pretende. Vive en la más absoluta
depresión. La que no te deja involucrarte en lo que te ocurre alrededor. La
generación a la que llaman perdida comienza a situarse como esa ventana. Sin
respuesta y sin ánimo de responder. Los primeros gritos, que fueron feroces y
contra el sistema en general, comienzan a apagarse. En una sociedad con
millones de canales de información y conductos por los que expresarse,
comenzamos a pensar que nuestra voz nunca será oída. Observamos como un
espejismo cuando un grupo de personas es
capaz de caminar por medio país para hacer una propuesta que tenga altavoz en
los medios de comunicación. La realidad nos supera porque nunca estuvimos
preparados para ella. De repente nuestro ministro de economía pierde funciones.
De pronto nuestro banco estatal pasa a ser vigilado. O lo que pueda venir. Pero
permanecemos impasibles. Porque no sabemos qué hacer ya. Estamos deprimidos
económica y anímicamente. Las monedas no tienen ojos y boca, pero la generación
perdida sí. Y sueños.
¿Y qué es lo peor de esta
depresión? Que tiene momentos felices. Porque no pasamos hambre. Salimos de fiesta.
Besamos a unos y a otras. Nos tomamos una copa con el amigo de toda la vida.
Nos drogamos, hacemos locuras y acabamos volviendo a casa a las 8 de la mañana,
tras un día entero de fiesta, para el regocijo del vecino empresario y el
alimento de su pensamiento de que los jóvenes no trabajan porque no quieren. Y
pasa un día, y otro, y la herida se va haciendo mayor. Nos vamos desangrando
lentamente. La generación perdida ya no lo es porque la pierda el país. Es
porque nosotros mismos estamos perdidos. Y comprobamos además cómo somos una
ventana mirando a la muchedumbre sin poder articular palabra. La depresión la
pasamos juntos. Con felicidades cotidianas. Pero quizá haya llegado el momento
de desnudarse. De no reírnos cuando decimos que estamos mal. De no escondernos
en los cuatro duros que nos pagan los empresarios “caza licenciados con
vocación que van a aceptar un mísero sueldo”, ni en el tópico de que al menos
tenemos salud. Nosotros queremos vivir. Queremos tener objetivos. Queremos
servir. Queremos cambiar lo que ocurre a nuestro alrededor a pesar de que no lo
estemos pasando tan mal como para que las personas de nuestro alrededor sientan
lástima de nosotros. Queremos que nuestra voz se oiga y que el porcentaje de
jóvenes desempleados no se quede en el antetítulo de una noticia. Detrás de ese
número hay sueños perdidos. Hay personas con capacidad aceptando trabajos
irrisorios. Hay depresión.
No sé dónde vamos a llegar. Quizá
hoy tenga un día pesimista y mañana lo vea mejor. No dudo de que este fin de
semana me volveré a emborrachar y a reír. A pensar que esto es pasajero y a
tratar de arreglar la crisis económica con una copa en la mano. Pero eso no
significa que no veamos lo que ocurre, y lo que parece que nos queda por pasar.
Basta de tener complejos por tener la suerte de ser sustentados en nuestra
mayoría por nuestros padres. Eso no es una suerte. Es una desgracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario