Como esto no hay quien lo
entienda, he echado la vista atrás. Más que nada por comprobar que no todo
tiempo pasado fue mejor y que lo que vivimos, ya lo vivieron otros. España. Rebuscando
en mi memoria me acordé primero del soneto de Quevedo, aquel que comenzaba así:
Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya
desmoronados. Y flipé. Claro que, Don
Francisco se refería al siglo XVII, cuando nuestro país estaba comenzando a no
creerse lo que se creía cien años antes.
Ahora, en el siglo XXI, hemos tardado
tan solo cuatro en desvendarnos.
Minutos más tarde, puse mi memoria en don Pío.
El árbol de la Ciencia debería ser un
libro de culto en estos días. Sencillo, sin subordinadas, simplemente diez
palabras, como ahora en el Twitter o en los estados del Facebook. Solo diez
palabras para poner la nación boca abajo. Pasa revista a todo, lo público y lo privado. La política, los políticos, la
Iglesia, los ricos, los pobres, los intelectuales, los científicos, la
enseñanza, la sanidad; el amor, la amistad, la muerte, las relaciones
familiares. Todo cae bajo la mirada de Andrés Hurtado. Los dos, Quevedo y
Baroja, parecen confabulados para ser precursores de una realidad que ahora nos
envuelve y nos ahoga. A nosotros, los españoles.
Sí, a
los que seguimos pensando que esto que está pasando no nos lo merecemos. Que la
culpa la tienen otros. Que somos buenísimos en arte y deporte. Que se fastidien
aquellos que podrán asfixiarnos a base de intereses, pero que no poseen el sol,
los toros, las playas, las mujeres hermosas, el dolce far niente. La desidia,
la abulia.
Marea
un poco comprobar que hemos olvidado, siglos después, las conclusiones a las
que habían llegado nuestros antepasados. Que tenemos los gobernantes que nos
merecemos. Los que permitimos. Los de siempre. No tuvimos revolución burguesa
porque los burgueses estaban demasiado ocupados en enriquecerse mientras
cerraban los ojos ante el inmovilismo, la Iglesia, la Monarquía, los poderes
establecidos. Nos acomodamos mientras permitíamos que el pueblo fuera
analfabeto, que fuera mísero, que se crearan puestos de trabajo efímeros, que
se creyera, el pueblo, que sus hijos podían ser más de lo que ellos eran.
Hasta
que despertó, el pueblo, y volvió a encontrarse con las paredes destruidas.
Andrés
Hurtado se suicidó cuando se dio cuenta de que había vivido una mentira. Un
espejismo.
Los sonetos de Quevedo suelen terminar con una apelación a la vejez
y a la muerte.
Hasta don Antonio Machado, tan optimista, nos recuerda que al
españolito que viene al mundo, le guarde Dios, porque una de las dos Españas ha
de helarle el corazón.
Y no
hablo de fútbol. Ni de las Olimpiadas. Ni siquiera de la prima de riesgo.
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