sábado, 4 de mayo de 2013

Lenguaje y escarches

Que detrás de cada político o política hay un periodista o todo un gabinete de comunicación ejerciendo de negro, lo sabemos desde hace mucho tiempo. Que unos lo hacen con más acierto que otros, también. Ya saben, la leyenda urbana, veraz o no, de que todo el que tiene un cargo o una ventana al mundo dentro del PP, desayuna cada día con las instrucciones verbales que se preparan en las cocinas de aquellos que sí dominan el lenguaje. Los de Izquierda Unida tienen consignas. Y los de PSOE ni se sabe, aunque el que tuvo, retuvo.
Pero a mí me maravilla últimamente la capacidad de ese poder a la sombra. En realidad, lo admiro. Domina la norma y los registros; adereza esa capacidad lingüística con un poco de sabiduría sociológica y un tanto de antropología de andar por casa. Y le sale el guiso. No necesita ni una pizca de sal más de la que tenga el replicante de turno, si es que está dotado o dotada de otras virtudes que no sean las de aprenderse el guión y transmitirlo. Cuando ocurre esto, caso de aquellos que casi caminan y hablan por sí solos, estamos ya ante un triunfo de estrella michelín. 
Y leo, y oigo, y veo a este nuevo poder. Tergiversa los significados hasta hacerlos sombra de lo que fueron. Inventa campos semánticos imposibles. No tiene ningún pudor en fabricar metáforas, metonimias e hipérboles aquí y allá convirtiendo la desviación del lenguaje en una verdad universal. Como si lo que Jakokson hubiera estado elucubrando a principios del siglo XX fuera agua de borrajas. Pobre Roman. Si hubiera sabido que la estética de un idioma serviría para doblegar voluntades, no se hubiera puesto.
Y toda esta parrafada para protestar por las analogías. No se puede, o no se debería poder, comparar, por medio de nuestro idioma (aunque la secuencia de fonemas lo permita) un acto tan sencillo como es el de ponerse ante la casa del que te está haciendo imposible la vida, con actos y obras de los que se dedicaron a legitimar que hay seres humanos inferiores a los que hay que exterminar. Entre otras cosas porque para idear una analogía que se precie, la razón debe hacer algo. Y en este caso, no lo hace. Ni siquiera pasaba por ahí.
Pero no importa. 
Por eso, el día en que esto cambie y no necesitemos que nos digan más a dónde ir o de dónde venir, lo primero que tendremos que hacer es buscar a un periodista o a un  poeta que vuelva a nombrar las cosas por su nombre o que, si le da por simbolizar el mundo, lo haga poniendo su firma. 

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