Que la vida se hace a descosidos, ya lo sabemos.
Que no existen las líneas rectas ni los atajos, también. Que los hilvanes que
le vamos echando a eso que llaman vida llegan a ser casi reales hasta que,
cuando menos te lo esperas, se deshilachan poquito a poco, es casi una verdad
universal. Un día es solo un puntito pero al siguiente te das cuenta de que
deberías haberlo cosido al principio, de que ya es tarde para hacerlo y de que
el roto se muestra implacable ante tus ojos. Y de que ya no hay marcha atrás: o tiras
aquello por lo que has luchado y que tan bien te sentaba, o sales a la calle
poniéndote el mundo por montera, con tu remiendo y sin pedir perdón.
Un día te
levantas con la certeza del todo en orden, de tus cosas puestecitas en su
sitio, de tu pequeño oasis, y en un minuto, tu torre de marfil se tambalea y sus
cimientos se hunden. Y tu vida se descose. Un trabajo perdido, un abandono, una
muerte. Un descosido. Unos ojos que no te miran, un despido, un suspenso, un
terremoto, una guerra. Y el roto se hace tan grande que no hay aguja que lo
enmiende. La línea entre la normalidad y
el caos es tan débil como nuestro deseo de que todo permanezca igual. En el
fondo, siempre anhelamos ser otro, mudar de estado, obtener lo que no hemos
visto nunca; pero, cuando perdemos nuestro pequeño espacio, todo se derrumba y
es solo ese el que queremos recuperar.
Si, hace dos o tres años, nos hubieran preguntado
si preferíamos quedarnos como estábamos o huir hacia adelante un paso más, sin
duda, hubiéramos respondido lo segundo: quiero un apartamento en la playa, un
coche más grande, una mujer más joven, un marido más detallista o un hijo
ingeniero aeronáutico. Ahora nuestros
anhelos pasan por mantener intacto aquello que nos hace sentir que nuestra vida
no se va a deshilachar: cuatro paredes donde dormir, una espalda a la que
acariciar, una ocupación a la que acudir. Ese virgencita que me quede como estoy nos lleva a sacrificar lo mejor
de nosotros mismos, a desear que le pase a otro lo que no queremos que nos pase
a nosotros, a conformarnos con los que nos gobiernan, a tirar la toalla ante un
adversario que ha conseguido que creamos que los descosidos son cosa nuestra.
Es verdad, la vida se hace a descosidos, pero también
a dobladillos y a pespuntes. Solo tenemos que ser los sastres de nuestro propio
devenir. Y apropiarnos de la tijera y del hilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario