sábado, 16 de junio de 2012

Érase una vez


En los últimos meses tengo la impresión de vivir dentro de un cuento. Bueno, no dentro de un cuento como género literario sino más bien dentro de un cuento como si fuera otra dimensión. Vamos, que no me lo creo. Desde que Zapatero admitió que las cosas no iban bien hasta que llegó Rajoy afirmando que todo era un desastre y que él tenía la varita mágica para que volviéramos a la senda apropiada, ocurrieron algunas cosas. Por ejemplo, aquellos que habían pensado que no estaba mal eso de hacer de España un país en el que todos pudieran encontrar su norte sin molestar al vecino, sin tener que dar cuenta de sus preferencias sexuales, sin pensar que solo desde un colegio de pago o desde un seguro privado, se podía llegar a ser persona y de que tener una casa en la playa e irse de vacaciones a Punta Cana estaba al alcance de todo el mundo, esos, de pronto, se dieron cuenta de que habían sido timados. De que eso no era para siempre y de que los otros, los de arriba, habían estado agazapados, quizás riéndose de tanta ingenuidad, esperando que esas vacas gordas volvieran a ser flacas, para recogerlos en su regazo, como al hijo pródigo, diciendo: vale, ya has jugado a ser progresista, a imponer tu maldita Educación para la ciudadanía, a casar a las peras con las manzanas, a compensar a las mujeres que siempre han malgastado su vida cuidando a sus mayores, a permitir que los que llegan tengan los mismos derechos que los que llevamos un montón de siglos aquí. Y se rebelaron por ingenuos. Y cuando se dieron cuenta de que no había bastante para todos y todo, pidieron, de rodillas, que volviera el patrón. Y lo votaron.
Ahora tenemos al patrón. Un patrón un poco descafeinado. No es Aznar, con su bigotito analógico y triunfador,  pero es más listo, en cierto modo; no sale de su metro cuadrado, así lo maten. No se posiciona, no recurre al campo abierto. No se enfrenta porque no está. No hay manera de pillarlo en un renuncio como al otro. No pone los pies en la mesa mientras entona un hilarante acento. No se codea. Jamás tendremos de él una toma falsa. Ni siquiera el otro día, cuando se puso el mundo por montera y se fue a que lo vieran todos los mandatarios europeos, exponiéndose a las críticas, mientras España, su España, se jugaba el ser o no ser ante una red. Aguantó el tipo. Un empate y no tuvo que soportar que los alemanes, que los holandeses, que los italianos, que hasta los griegos, prestos desde el día anterior a criticarlo,  se cebaran en una foto, la del triunfo: Rajoy abrazando, Rajoy sonrisa, que hubiera sido portada mientras su “patria” acababa de ser hipotecada en su futuro.
Yo sigo pensando que vivo como en un cuento. Nada es verdad. Ni la prima de riesgo, ni el rescate a la Banca, ni la lividez de los ministros, ni esa especie de fantasma que me gobierna y que, seguramente, esta noche, ya ha decidido que me va a subir el IVA y que me va a bajar el sueldo. Lo siento, así, en nebulosa, como en los malos relatos en los que la acción se enreda tanto que no hay forma de encontrar un final coherente. Como cuando el escritor es tan poco hábil que esboza personajes planos, sin historia, en espacios previsibles, con flash – back inverosímiles y con desenlaces que hacen al lector no desear nunca más leerlo.
Pero seguramente esta especie de salida de la realidad que me hace no dormir, comer poco, mirar hasta el último euro que me gasto u observar con desconfianza a los cajeros automáticos, no es más que una especie de enfermedad, un tanto contagiosa, de la que nada saben los demás. La vida sigue. Y tener un fantasma en la Moncloa no es tan grave. Es tan solo un accidente. Es un Érase una vez. Y los cuentos, ya se sabe.

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