En los últimos meses tengo la
impresión de vivir dentro de un cuento. Bueno, no dentro de un cuento como
género literario sino más bien dentro de un cuento como si fuera otra
dimensión. Vamos, que no me lo creo. Desde que Zapatero admitió que las cosas
no iban bien hasta que llegó Rajoy afirmando que todo era un desastre y que él
tenía la varita mágica para que volviéramos a la senda apropiada, ocurrieron
algunas cosas. Por ejemplo, aquellos que habían pensado que no estaba mal eso
de hacer de España un país en el que todos pudieran encontrar su norte sin
molestar al vecino, sin tener que dar cuenta de sus preferencias sexuales, sin
pensar que solo desde un colegio de pago o desde un seguro privado, se podía
llegar a ser persona y de que tener una casa en la playa e irse de vacaciones a
Punta Cana estaba al alcance de todo el mundo, esos, de pronto, se dieron
cuenta de que habían sido timados. De que eso no era para siempre y de que los
otros, los de arriba, habían estado agazapados, quizás riéndose de tanta
ingenuidad, esperando que esas vacas gordas volvieran a ser flacas, para
recogerlos en su regazo, como al hijo pródigo, diciendo: vale, ya has jugado a
ser progresista, a imponer tu maldita Educación para la ciudadanía, a casar a
las peras con las manzanas, a compensar a las mujeres que siempre han
malgastado su vida cuidando a sus mayores, a permitir que los que llegan tengan
los mismos derechos que los que llevamos un montón de siglos aquí. Y se
rebelaron por ingenuos. Y cuando se dieron cuenta de que no había bastante para
todos y todo, pidieron, de rodillas, que volviera el patrón. Y lo votaron.
Ahora tenemos al patrón. Un
patrón un poco descafeinado. No es Aznar, con su bigotito analógico y
triunfador, pero es más listo, en cierto
modo; no sale de su metro cuadrado, así lo maten. No se posiciona, no recurre
al campo abierto. No se enfrenta porque no está. No hay manera de pillarlo en
un renuncio como al otro. No pone los pies en la mesa mientras entona un
hilarante acento. No se codea. Jamás tendremos de él una toma falsa. Ni
siquiera el otro día, cuando se puso el mundo por montera y se fue a que lo
vieran todos los mandatarios europeos, exponiéndose a las críticas, mientras
España, su España, se jugaba el ser o no ser ante una red. Aguantó el tipo. Un
empate y no tuvo que soportar que los alemanes, que los holandeses, que los
italianos, que hasta los griegos, prestos desde el día anterior a criticarlo, se cebaran en una foto, la del triunfo: Rajoy
abrazando, Rajoy sonrisa, que hubiera sido portada mientras su “patria” acababa
de ser hipotecada en su futuro.
Yo sigo pensando que vivo como en
un cuento. Nada es verdad. Ni la prima de riesgo, ni el rescate a la Banca, ni la
lividez de los ministros, ni esa especie de fantasma que me gobierna y que,
seguramente, esta noche, ya ha decidido que me va a subir el IVA y que me va a
bajar el sueldo. Lo siento, así, en nebulosa, como en los malos relatos en los
que la acción se enreda tanto que no hay forma de encontrar un final coherente.
Como cuando el escritor es tan poco hábil que esboza personajes planos, sin
historia, en espacios previsibles, con flash – back inverosímiles y con
desenlaces que hacen al lector no desear nunca más leerlo.
Pero seguramente esta especie de
salida de la realidad que me hace no dormir, comer poco, mirar hasta el último
euro que me gasto u observar con desconfianza a los cajeros automáticos, no es más
que una especie de enfermedad, un tanto contagiosa, de la que nada saben los
demás. La vida sigue. Y tener un fantasma en la Moncloa no es tan grave. Es tan
solo un accidente. Es un Érase una vez. Y los cuentos, ya se sabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario