martes, 9 de agosto de 2011

Urbanismo sentimental


Vas, vienes, subes, bajas, fracasas, ganas, consigues, pierdes, te enamoras, flirteas, arrancas, desprendes, visitas, ves, observas, te observan, ríes, bebes, tomas, saltas, conoces, te estremeces, recuerdas, apuntas, abrazas, besas, abalanzas, manoseas, hablas, encuentras, callas, sufres, diviertes, trabajas, estudias, buscas, vuelves. La vida tiene tantos tópicos que a veces es complicado vivir algo que no haya sentido nadie nunca. Existen refranes, dichos, sabias populares como tantos pueblos existen, que intentan hacerte ver que lo que tú has pensado, sentido o deseado, ya le ha pasado a otra persona. Y será verdad. Pero, a pesar de todo, aunque exista el mal de muchos, consuelo de tontos (vaya, otro tópico), es inevitable sentir que nadie más puede encontrarse como uno en ese momento determinado. Supongo que será uno de esos mecanismos humanos que se supone hemos fabricado a lo largo de la historia para no sorprendernos con una situación. Para saber qué hizo otra persona, y para tener al menos una versión de que otro cuerpo y alma, tal y como es el nuestro, salió bien parado de esa situación que nosotros en ese momento creemos tan nefasta. O todo lo contrario, para hacernos ver, que a pesar de que en ese momento parecemos tan dichosos, otro en iguales parámetros, perdió todo lo que tenía. Es una arquitectura sentimental, al igual que la de las ciudades. Se construyen rampas para los que van en sillas de ruedas, tal y como nos fabricamos atajos emocionales para salir de una ruptura. Existen vallas para evitar la caída a los precipicios de los rascacielos más altos, como ocurre con la virtud de hacer cosas distintas a las que nos han llevado a la depresión. O se colocan accesorios que producen bienestar previo, como esos enormes aires acondicionados que preceden la entrada a un centro comercial, algo que se identifica notablemente con los nervios felices que sentimos al preparar la maleta que nos llevaremos a ese viaje tan esperado. La arquitectura de una ciudad está hecha del mismo cimiento que la emocional. O mejor dicho, hemos creado la ciudad, tal y como nuestras emociones y sentimientos nos han creado a nosotros. Primero fuimos nosotros, después el alrededor. Después vamos paseando por nuestros sentimientos, descubriéndolos, tal y como hacemos con las ciudades. Visitando museos, pubs o discotecas, tal y como entramos en la muerte, el amor o la alegría. Sabemos los rasgos generales de lo que nos vamos a encontrar dentro de cada lugar, aunque siempre que entramos notamos ese aroma distinto, el que se queda finalmente en el baúl de nuestra memoria. Así una ciudad la identificamos con una persona, con un olor, con una historia o con una droga, igual nos ocurre con cada sentimiento. Pero existe uno que, personalmente, creo es el más difícil de describir. El de la vuelta a los orígenes. Al igual que nos ocurre cuando volvemos a casa, tras un largo viaje por las ciudades, y de nuevo volvemos a saber dónde está todo, qué sentimiento está allí, y cuál era la mesa que compuso mi idea de salón. Cuando todo vuelve a ser natural y palpable. Y volvemos a ese especie de útero con ladrillos. Ese sentimiento familiar, también se queda impregnado en la persona con la que se ha vivido cientos de historias, miles de risas, decenas de confidencialidades. Esa marca, que se labra con facilidad en la infancia, y que con el tiempo cuesta más elaborarla, esa marca, es una marca intransferible e impenetrable. No entiende de peleas ni de decepciones. Va forjándose y tiene su máxima expresión en el momento del abrazo del reencuentro. En la sonrisa que permanece durante los 14, 20, 30 pasos que se producen durante la aproximación de los cuerpos que permanecieron tanto tiempo separados, a pesar de que las mentes estuvieron tan cercanas. Ese vello de punta al recordar aquella borrachera, o aquel momento que pareció crucial en ese instante. Esa amistad. Una amistad que en aquella ciudad, de la que hablaba al principio, se encuentra en un edificio impenetrable. A salvo del tiempo, del lugar, de todo el resto de sentimientos como amor, tristezas, felicidades. Un edificio que solo nos damos cuenta de lo importante que es para la ciudad en el momento en el que nos marchamos de él.

Y cada vez es más difícil encontrarlo.

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