Domingo 26 - J ¿Y ahora, qué?

Bueno, han pasado dos años de la última entrada. La verdad, podría decir que hemos estado muy ocupados y esas cosas. O que ha ocurrido algo que ha hecho que nuestra inspiración se deslizara por debajo de la puerta junto al polvo: crisis personales, viajes interiores o exteriores, simplemente vivir al día o contemplar el mundo desde una ventana. Nada de esto es cierto o casi todo es mentira. 
Pero hoy, queremos ponernos los manguitos de escribientes, mancharnos de tinta y enfrentarnos a la página en blanco para decir y hacer balance.
El tiempo no entiende de cómputos aunque sea una paradoja. Solo se balancea y nos hace creer que existe. Y caemos en su trampa. Y la trampa resulta ser dos años, veinticuatro meses... necesitaría una calculadora para visualizar días y noches. Lo dejo así porque prefiero lo que no se ve a lo que cristaliza.

Pues eso. El tiempo. Hoy es sábado y juegan Alemania e Italia. Han trascurrido seis días desde que la ilusión de cambiar este país se esfumó y cinco desde que España dejó de ponerse el chándal y se fue a Ibiza de vacaciones. Seis desde que nos acostamos renegando del suelo que pisamos y asombrados de que a aquellos que pisaron los colegios electorales junto a nosotros (el vecino del quinto, el compañero de trabajo, la señora que pedía pescado con sonrisa solícita, el que veía la misma serie que nosotros en la oscuridad de un hogar confortable, la chica a la que ha dejado el novio, el trabajador de la construcción que aguanta horas de sol y lluvia, aquel que mira al cielo para saber si habrá peonada ese día, la señora que se levanta a las seis para fregar escaleras que otros pisan, el que un día sintió la carne de gallina al contemplar el cuerpo de un niño inerte en una playa de Grecia, o el que estuvo indignado porque vio las barbas de su vecino arder en un desahucio o en un despido o en un andar a la calle sin finiquito, puso las suyas a remojar) hubieran votado a aquellos que promulgaron leyes, propiciaron rescates, se llevaron dinero de las arcas públicas y pusieron la Sanidad y la Educación patas arriba y sin remordimiento. Y todo, quizás, por miedo.

El miedo es lícito. Y quizás hasta saludable si quieres que no te pase nada malo. O nada peor de lo que te ha pasado hasta ahora. Hace cinco días que lo sintió todo el país ante Italia (los que lo habían percibido el día de antes más lo que no lo notaron ese domingo del 26-J y que, luego, en la soledad de la noche, sin prórroga, como sucedió un día después, votaron libres de cargas y de pesos) España perdió, se fue del Campeonato, no hubo ni siquiera el dulce néctar de una victoria que hubiera agradecido la parte del país que no se sumió en el miedo. Y las cabeceras de los diarios y los telediarios se tiñeron de un adiós a la Roja, olvidando que la verdadera vergüenza era que veinticuatro horas antes, todos habíamos perdido. Bueno, no, todos no. Los que se ríen de nuestro miedo y van a ocupar los sillones azules del Congreso, no lo han hecho. E Italia tampoco.


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